Corazón de Jesús, vida y resurrección nuestra

| El sabio del Eclesiástico decía: «Bien y mal, vida y muerte, pobreza y riqueza vienen de Yahvé» (Eclo 11,14) y el salmista proclama: «Junto a ti está la fuente de la vida y en tu luz nos haces ver la luz» (Sal 36,10). En esa línea los Macabeos increpaban al tirano: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna». Y el pequeño: «Mis hermanos, después de haber soportado un tormento pasajero, han llegado a una vida eterna por la promesa de Dios».
Es esta una gran invocación de fe del cristiano que encierra lo nuclear de nuestro credo: la persona de Jesús, y su muerte y resurrección. Nuestra adhesión creyente a Cristo nos trae la vida presente y futura. La invocación recoge las palabras que Jesús dice de sí mismo en la inmediatez de resucitar a su amigo Lázaro ante la aflicción de sus dos hermanas, Marta y María: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25).
San Juan, desde el principio de su evangelio, presenta a Jesús como vida. Vida que, en Él, brota desde la eternidad: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios… En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,1.4); Vida que Él tiene en sí mismo: «Como el Padre tiene vida en sí mismo -declara-, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26). A ello añade san Juan que Jesús es fuente de vida para nosotros. Quiso «desvivirse» por nosotros, es decir, vino a dar vida, dando la vida, para que nosotros tuviéramos vida. Es el buen Pastor que da la vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
Cristo es fuente de nuestra vida cuando morimos por nuestros pecados: el pecado es la raíz de nuestra muerte espiritual y física (cf. Sab 2,24; Rom 5,12; 6,23). Pecado y muerte contradicen el proyecto de Dios sobre el hombre que fue creado para la vida eterna: «La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión de Dios» (San Ireneo de Lyon).
El Corazón de Cristo se conmovió profundamente ante el dolor y su vida fue una lucha contra la muerte. Cuando Cristo resucita al hijo de la viuda de Naím, a la hija de Jairo y a su amigo Lázaro dirige un mensaje: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). El perdón de los pecados del paralítico que le introdujeron desde el tejado en Cafarnaúm y el perdón a la adúltera recogen el mismo mensaje.
Somos hijos de la resurrección en virtud del poder de Cristo. El derrotará la muerte definitivamente al final de los tiempos cuando transforme nuestro cuerpo mortal según la imagen del cuerpo resucitado del Hijo (1 Cor 15,50; Rom 8,11). Y en otro lugar el apóstol Pablo dice: «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él» (Col 3,3-4).
«Al ver la tumba y a los que hay en ella, lloramos, pero no deberíamos hacerlo, porque sabemos que de allí han salido y dónde están y quién los retiene. Ciertamente han salido de la tumba temporal, libres de sus penas, y están en reposo aguardando la luz divina. Los retiene el Amigo de los hombres, que les ha quitado el vestido temporal para revestirlos con un cuerpo eterno. Así pues, ¿por qué nos lamentamos sin razón? Porque no creen en Cristo que exclama: “Quien cree en mí no morirá”, pues aunque vea la corrupción, sin embargo, después de la corrupción resucitará y se levantará diciendo “Tú eres la vida y la resurrección”» (Romano el Melódico, Himno a la resurrección de Lázaro, I,1).