Amor y precariedad (I)

Desierto

Antonio Pavía, Misionero comboniano

“Partieron de Elim, y toda la comunidad de los israelitas llegó al desierto de Sin, que está entre Elim y el Sinaí, el día quince del segundo mes después de su salida del país de Egipto. Toda la comunidad de los israelitas empezó a murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yahveh en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos! Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea…” (Éx 16,1-6).

El capítulo dieciséis del libro del Éxodo prefigura una serie de rasgos que caracterizan a todo hombre que se aventura por amor, en lo que los maestros de espiritualidad llaman el camino de la fe. Es un caminar en el que se dan cita un sin fin de contradicciones a veces asfixiantes. Si, por un lado, abundan las atenciones y detalles de Dios para con éstos que llamaremos buscadores de la verdad, por otro, surgen como hongos todo tipo de miedos cuando el Dios que tan solícito ha sido con ellos, se oculta –así lo creen- dejándoles como en tinieblas.

Todo este capítulo es un fiel reflejo de lo que acabamos de decir. El mismo pueblo que cantó enfebrecido al Dios que tanto le cuidó en su caminar, maldice ahora el haber salido de Egipto. Está como vencido por el hambre, y la necesidad se levanta como un muro imponente que cubre todo lo que Dios ha hecho por ellos.

Para no ser repetitivos en lo que respecta a las crisis que Israel sufre en el desierto, haremos hincapié en los pasajes que nos parecen más sobresalientes en éste y en los capítulos siguientes hasta la llegada del pueblo al Sinaí, donde Dios marcará su proximidad total con ellos por medio de la Alianza.

El hecho es que Israel vuelve a las andadas, es superado por el miedo, y es que nadie está preparado para una historia, una relación con Dios basada en la precariedad. Llevamos en los genes el tener todo bien atado y seguro; de hecho no damos, como dice el refrán, puntada sin hilo; y resulta que Dios nos impulsa a dar pasos y más pasos casi sin saber qué será de nosotros el día de mañana.

Esta es la precariedad insufrible, más aún, inaceptable, según nuestro concepto de prudencia y sensatez. Sin embargo, y ahí está lo que podríamos llamar el lazo tendido por Dios, es gracias a esta precariedad que se nos abre la puerta a una historia, a una experiencia de amor tan entrañable que cualquier otra que se la quisiera comparar, se quedaría, con todos los respetos, a medio paso entre el ridículo y el insulto.

No, no estamos preparados para la precariedad, al menos aquella de largo recorrido. Por eso no nos tienen que escandalizar ni asustar los miedos de Israel, miedos que dan lugar a sus salidas de tono, como hemos podido ver en el pasaje que introduce esta catequesis. ¡Qué bueno es para nosotros el hecho de que Dios nos conozca! Bien sabe de nuestras debilidades, nuestro barro y hasta de nuestro ser caprichosos. Todo esto lo entiende a la hora de hacer su historia de amor con nosotros; entiende que, como dice el salmista, somos barro. “Como la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Dios para quienes le aman; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos barro” (Sl 103,13-14).

Quizá ahora entendamos mejor por qué Jesús nos dijo a todos: “¡A nadie llaméis maestro!” (Mt 23,8). Efectivamente, sólo Él está en condiciones de tatuar en nuestra alma la precariedad, sin la cual es imposible que se dé esa historia entrañable de amor con Él y a la que aspiramos desde nuestras profundidades. ¡A nadie llaméis maestro! ¿Quién nos podría hacer entrar en la precariedad sino el Hijo de Dios que la vivió hasta el extremo? Él es el soplo vital que nos mantiene en la experiencia de la precariedad. Sólo Él tuvo la fortaleza interior para confiar en su Padre, cuando sabía que todos los suyos le iban a abandonar: “Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).

Apoyados en el Hijo de Dios que, a su vez, es nuestro Maestro, viviremos nuestra precariedad cargada de idas y venidas, de gozos y lágrimas, de encuentros y desencuentros con Dios; en definitiva, en la misma línea que la del pueblo de Israel. Por eso y para eso fue elegido por Dios, para que nos mirásemos en él y aprendiéramos a vivirla a la luz de su retoño por excelencia: ¡El Mesías, Cristo el Señor!

Anterior

Una estrella brilló en Ars

Siguiente

En colaboración con Cristo