Acordarse de santa Bárbara cuando truena

Tormenta

Francisco J. García (artículo recuperado del número 91)

Es todo un clásico el acordase de santa Bárbara cuando truena; pero lo bueno de esto es que cuando truena, todo el mundo se acuerda de santa Bárbara. Es todo un indicio de que sin Dios estaríamos perdidos en las ocasiones en que nos podemos perder.

Que el Señor me conduzca a mí…

Precisamente en esos momentos en que a nadie se nos ocurre invocar sino a Dios, podemos darnos cuenta de esta pregunta: ¿Quién conduce mi vida? ¿en manos de quien me he puesto?, o mejor: ¿Quién me ha tomado y me está llevando?

Hay quien ve a Dios como al que conduce el taxi de su vida y, entonces, puede exigir al taxista: “lléveme a este sitio, o a aquel otro”. También hay quien ve a Dios como al conductor del autobús en que va, y a quien se le puede pedir el favor: “oiga, ¿puede bajarme aquí?”. Otros, incluso, le ven como al conductor del metro: no tienen acceso a él, saben que no variará la ruta y que no los llevará a otro destino que al marcado. Y hay quienes dejan en manos de Dios el volante del turismo de su vida. Esa es otra, pues Dios también tiene algo que pedirte a ti.

Nunca es tarde para ir aprendiendo a entregarle a Dios hasta los sentimientos más íntimos, es decir… ¡todo! Y generar la profunda confianza y convicción de que Dios no permitirá que resbale tu pie, porque, incluso las ocasiones de peligro te servirán para acercarte más a Él, y perder el miedo.

…Y no yo a Él

Esto supone un paso más que el simple pedir a Dios. A veces pensamos que para pedir un favor a Dios tenemos que tener algún aval. Es decir, algo que nos demuestre que somos amigos de Dios y merecemos sus favores. Es más, hay quien cree que fuerza a Dios y le obliga a serle favorable, a través de algún ritual. Eso puede valer mientras no se tenga una fe madura. Ya lo advierte san Pablo: «Como a niños en Cristo os di a beber leche, y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais soportar» (Rom. 3,1-2). Lo ideal es aprender la lección de la confianza en Dios. Él no necesita que le motivemos para concedernos lo que necesitamos realmente para nuestro bien.

Escucha otra vez lo que Dios piensa de quienes le pretenden obligar con “regalos”: «No tomaré un becerro de tu casa, ni un novillo de tus rebaños, pues son mías todas las fieras de la tierra, las miles de bestias de los montes. Conozco todas las aves del cielo, son mías las bestias de los campos. Si tuviera hambre no te lo diría, pues mío es cuanto hay en cielo y tierra» (Sal. 50,9-12).

¡Corazón generoso de Jesús, enséñanos a pedir como conviene!

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