Rebelión de Israel y amor de Dios (I)

, Misionero comboniano
“Toda la comunidad de los israelitas partió del desierto de Sin, a la orden de Yahveh, para continuar sus jornadas; y acamparon en Refidim, donde el pueblo no encontró agua para beber… Respondió Yahveh a Moisés: ‘Pasa delante del pueblo, llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo’. Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel” (Éx 17, 1-10).
Una vez más vuelta a las protestas y murmuraciones de Israel contra Moisés, esta vez porque desfallece de sed. Como de costumbre, el pueblo se impacienta, es incapaz de esperar la intervención de Dios que, por cierto, nunca les ha fallado. Se supone que Israel debería de haber madurado un poco en su fe, echando mano de la memoria, para recordar que Dios nunca permitiría que quedase sepultado en el desierto.
Es cierto que los hechos/milagros realizados por Dios proclaman que estos hombres están bajo su mano y protección, es decir, tienen motivos de sobra para creer que están seguros. Sin embargo, es más cierto aún que sus corazones son tan débiles, tan desconfiados, que lo que ellos llaman el retraso de Dios ante los problemas que se les presentan, les mueven a protestas tan violentas que Moisés, temiendo incluso por su vida, pregunta tembloroso a Dios: “¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen” (Éx 17,4).
He ahí el problema de Israel y de todo aquel que mantiene una relación inmadura con Dios. Estoy hablando de la fe infantil, la de aquel que, aun sin tener conciencia de ello, chantajea a Dios o pretende chantajearlo pidiéndole favores, a cambio de los cuales se le prometen sacrificios, limosnas, etc. Oigamos lo que nos dice el autor del libro de la Sabiduría a este respecto: “Amad la justicia, los que juzgáis la tierra, pensad rectamente del Señor y con sencillez de corazón buscadle. Porque se deja hallar de los que no le tientan, se manifiesta a los que no desconfían de él. Pues los pensamientos tortuosos apartan de Dios y el Poder, puesto a prueba, rechaza a los necios” (Sb 1,1-3).
La Escritura llama necios a estos hombres justamente porque no saben pedir y esperar la acción de Dios. Todo lo contrario del hombre orante que nos presentan los Salmos: “Escucha mis palabras, Yahveh, repara en mi lamento, atiende a la voz de mi clamor, rey mío y Dios mío. Porque a ti te suplico, mi Dios; por la mañana oyes mi voz; por la mañana te presento mi súplica, y me quedo a la espera” (Sl 5,1-4).
Israel es un pueblo desconfiado, su rebeldía raya en el infantilismo; mas Dios conoce bien su debilidad, sabe que aún no es tiempo de pedirle los frutos propios del desarrollo y crecimiento de la fe. En su amor entrañable, acoge sus gritos, también sus protestas, y sacia su sed diciendo a Moisés que golpee con su cayado –el mismo con el que abrió las aguas del mar Rojo- la peña que se levanta ante sus ojos. Moisés obedece a Dios, y de la roca brota un manantial que calma y sacia la sed del pueblo entero.
Sabemos que ninguno de los acontecimientos vividos por Israel se cierran en sí mismos. Todos ellos se abren en un arco catequético hacia Jesucristo. Partiendo, pues, de esta realidad, proclamada una y mil veces por los Padres de la Iglesia, recogemos asombrados, con santo temblor, la interpretación mesiánica que nos ofrece Pablo acerca del agua que brotó de la roca en el desierto: “No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube… y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo” (1Co 10,1-4).
En esta misma línea, cómo no tener presente al Crucificado cuando fue atravesado por la lanza del soldado. Nos dice Juan –testigo ocular- que de la herida abierta manó sangre y agua, la fuente de la salvación, como nos dicen tantos exegetas de las Sagradas Escrituras. Oigamos al evangelista: “Al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,33-34).