José María García Lahiguera: «sacerdote de los sacerdotes»

| D. José María, así era llamado, conocido, querido y admirado por muchos. Era su nombre para los cercanos, en ocasiones sólo cambiado por el de «el padre».
Tiernos recuerdos de infancia
Nace en Fitero (Navarra) el día nueve de marzo de 1903. Es el segundo de los cuatro hijos de unos padres que fueron cristianos fervorosos, D. Vicente García Albericio y Dª. María Lahiguera Martínez. De los recuerdos de su infancia, todo es sencilla paz y alegría, pero una alegría señalada ya en virtud y religiosidad muy tiernas, de amor a JESÚS SACRAMENTADO y a MARÍA, Nuestra Señora de la Barda, Patrona de su pueblo.
Dice él mismo: «Qué suaves y dulces eran aquellas Avemarías, que de niño rezaba siempre al salir de la iglesia y pasar ante el altar de la Virgen de la Barda!… Aprendí, sí, a amar a Dios y a la Virgen sobre todas las cosas y a amar y servir a mis hermanos los hombres».
Le alcanzó el decreto de S.S. el Papa S. Pío X, permitiendo la comunión de los niños desde los siete años, gracia que siempre recordó con gran agradecimiento y devoción. «¿Qué se escribiría en nuestras almas el día de nuestra Primera Comunión? No sé; pero es cierto que desde ese día éramos otros niños. Con la misma alegría, con la misma capacidad de jugar… pero más aplicados, más obedientes, confesábamos y recibíamos la Comunión con frecuencia. Éramos más caritativos, más piadosos…, y así, insensiblemente, cada niño comenzó a recorrer su ‘vida nueva'».
Su espíritu quedó en el seminario
A los nueve años dice querer ser sacerdote y a los diez ingresa en el Seminario Menor de Tudela (en el curso 1913-1914), tras un primer año, la familia se traslada a vivir a Madrid, y él cambia también de seminario. Mi casa, así llamó el Siervo de Dios al seminario conciliar de Madrid, seguramente por los muchos años en los que allí vivió y por la intensidad y profundidad con los que los vivió. Primeramente como seminarista, posteriormente como superior y en su última y tan recordada etapa, como Director Espiritual.
De sus años como seminarista es recordado como hombre amable y dulce. Sus buenas calificaciones académicas testimonian su capacidad de esfuerzo y dedicación. Y por sus compañeros es siempre destacado por su piedad y bondad. De él dijo alguien en una ocasión: «Al verlo por primera vez creí ver a San Luis Gonzaga, pero con gafas». Y otro testimonio: «Delicado y fino en sus modales, irradiaba bondad y dulzura especial que cautivaba…»
Muchas veces recurrían los formadores del seminario a la ejemplaridad de “Pepe Albericio” (así solían llamarle por el apellido de un tío suyo sacerdote), para estimular a los que tenían que corregir o alentar en la formación. Él dirá de estos años: «Fui feliz, totalmente feliz, en todo momento, entonces y ahora cuando lo recuerdo. Los años de seminarista dejaron huella en mi ser, fueron la forja que al calor del espíritu y constante trabajo, moldearon la figura del futuro sacerdote; fueron como el riego suave en la semilla de la vocación que luego se desarrolló en el apostolado de toda mi vida… Porque no he pasado por el Seminario; en espíritu, quedé allí».
Antes de nada… sacerdote
D. José María recibió la ordenación sacerdotal, el 29 de Mayo de 1926, de manos del Obispo de Madrid, D. Leopoldo Eijo Garay. Celebró su primera Misa en la capilla del Seminario, al día siguiente, Solemnidad de la Santísima Trinidad.
¿Qué es el sacerdocio? -se preguntaba D. José María- «Amor, pero exigencia. Amor, pero consecuencia, porque si no fuéramos consecuentes, no tendría explicación».
«No hay aquí más que un amor de Dios: ‘Caritas Christi’. Un amor nuestro, correspondiendo. Por tanto, el sacerdocio es una acción de gracia, en correspondencia a la llamada del Señor, en servicio perenne a la Iglesia, en entrega a las almas. Tríptico admirable, que es, si me lo permitís, lo que define a Cristo: el Padre, la Iglesia y las almas».
«Y en virtud del sacramento del orden, instituido por Cristo, la mirada de Dios y la del llamado se fusionan: Cristo se hace él, y él queda hecho ‘otro Cristo’. Cristo le da su ser, y él es Cristo entre nosotros. Cristo le da su poder, y él va a obrar con el poder de Cristo. Cristo se dio del todo, y él se entregó del todo. A nadie se elimina; pero, para que quepan todos, tiene que haber uno solo, y ése ha de ser Cristo. Entonces, ‘como Él’, virgen íntegro, total, sin que se interponga entre ambos –él y Cristo- ni tiempo ni espacio, porque no puede haber tregua en los latidos del corazón».
Y solía repetir con insistencia: «Si no soy santo, ¿para qué ser sacerdote?»
Sacerdote de sacerdotes
El sacerdocio era su gran empresa. Por la que vivió hasta recibir el don sagrado y por la que se entregó como «Sacerdote de los sacerdotes» durante toda su vida, en el seminario, en tiempos de la persecución religiosa en España y como Obispo pastoreando a su grey, con un cuidado y especial dedicación a sus sacerdotes, como reza en su lema episcopal: Anima mea pro ovibus meis (mi alma por mis ovejas).
En los años de la II República y posterior guerra civil, la actitud y dedicación del Siervo de Dios en favor de los sacerdotes y sus familiares fue extraordinaria. Recorría incansablemente las calles de Madrid, buscando a sus queridos hermanos sacerdotes y a sus seminaristas, como buen pastor que va recorriendo las ovejas dispersas y escondidas. Y todo ello, “protegido” sólo con un carnet de corredor de libros.
Pero él no contaba con otra protección que la valiosa y paternal providencia de Dios y de la Madre de Cristo Sacerdote. Ese era su escudo protector. ¡Soy sacerdote de Jesucristo! fue su respuesta cuando unos milicianos irrumpieron en la casa donde se alojaba y preguntaron por él para llevárselo. Las gestiones de un familiar suyo, residente en el extranjero, lograron librarle de una peor suerte. No se reservó. Y demostró vivir intensamente una de sus consignas en la vida del sacerdote. «¿Reservarse?» -solía decir- «¿para qué?, ¿para quién?, ¿para cuándo? El sacerdote, como Cristo, tiene que darse sin reservas». Y lo cumplió.
Santo él, santos ellos
En estos duros años de la persecución religiosa, D. José María hierve en ansias de comunicar su celo y ofrecer caminos de santificación al sacerdote perseguido, y con tanta necesidad de multiplicarse para poder atender a un pueblo que sufre.
Al cumplir treinta y tres años, y el recuerdo de la edad de Cristo le hace soñar con una amplia obra sacerdotal, que él titula «Cruzada pro sacerdotio» con tres acciones: Difundir la práctica del Jueves Sacerdotal entre los fieles, también en los Seminarios y, como se trata de algo permanente y necesario en la Iglesia el pedir y santificarse por la santificación de los sacerdotes -dice- «…creo que debe pedirse mucho a Nuestro Señor, si conviene, ir pensando en la fundación de una Orden religiosa de monjas de clausura cuyo fin primordial, por no decir exclusivo, había de ser la oración y el sacrificio por los sacerdotes y seminaristas».
Años más tarde, el Señor le salió al paso, promoviendo la misma idea en quien había de hacerla realidad: María del Carmen Hidalgo de Caviedes y Gómez quien realizó unos Ejercicios Espirituales bajo su dirección y en quien el Espíritu Santo hizo gustar y querer la misma gracia. Será el origen de la Congregación de HH. Oblatas de Cristo Sacerdote, a quien D. José María considera junto con el sacerdocio, otra de las niñas de sus ojos.
El Año Santo de 1950 fue el marco en que el Siervo de Dios recibió dos gracias muy singulares de parte del Señor: su elección y consagración episcopal (13 de Mayo y 29 de Octubre, respectivamente) y la concesión por la Santa Sede del Decreto de erección como Congregación Religiosa de derecho diocesano de las HH. Oblatas (31 de Mayo).
Nada pedir, nada rehusar; exponer en conciencia, si es necesario era su enseñanza en relación a la obediencia a la voluntad de Dios. Esto es lo que él hizo al conocer la noticia de su nombramiento al Sr. Patriarca y al Sr. Nuncio, por su enfermedad del oído, lo que conocían y no impedía su configuración con Jesucristo Sacerdote.
Como Obispo fue primeramente auxiliar de Madrid, posteriormente titular de Huelva y finalmente Arzobispo de Valencia, donde fue aceptada su renuncia en 1978, cumplidos los setenta y cinco años de edad. Durante estos años su labor en favor del Día de Santificación sacerdotal y de la promoción e instauración de la fiesta litúrgica de JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE fueron encomiables.
Tras esos veintiocho años al frente de la grey como sucesor de los Apóstoles, regresó a Madrid, a la Casa Madre de las HH. Oblatas donde apartado en su «Casa de la Virgen», ya podía dedicar en intimidad ante el Sagrario, horas y horas a compartir con el Eterno Sacerdote su oración y oblación al Padre por «ellos» y por la Iglesia. Entonces, decía que sentía con mayor urgencia el peso de responsabilidad que le daba el ser Obispo de la Iglesia universal, dignidad y servicio a los que no le era posible renunciar por edad, y vivía intensamente los dolores y gozos de su peregrinar en la tierra.
Así, con una vida entregada y ofrecida al Señor en su Iglesia y «Pro eis», fue llamado a su Presencia el 14 de Julio de 1989, donde actualmente residen sus restos, en el presbiterio de la Capilla de HH. Oblatas de Cristo Sacerdote en Madrid.
Que su vida y entrega sean para siempre luz y estímulo para todos los que hemos recibido la gracia incomparable del sacerdocio y para todo el Pueblo de Dios, al que estamos llamados a amar y servir, como el Siervo de Dios, D. José María García Lahiguera siempre lo hizo.