Iglesia y vida monástica
, Presbítero | La Iglesia está, desde los orígenes, insertada en el mundo y en las estructuras del mundo. Estar en el mundo sin ser del mundo. El cristianismo está compuesto por hombres y mujeres pertenecientes a todos los estamento sociales y políticos del mundo romano y, por ello, la fe cristiana se iba extendiendo por todos los ambientes y situaciones, “hasta en la casa del César había cristianos”. Por ello, el cristianismo fue una realidad perfectamente insertada en la vida social de las ciudades en donde tenía su amparo y desarrollo. Tal posición se constata en el momento en que el cristianismo deja de ser perseguido por las autoridades civiles y se le concede carta de naturaleza en el Imperio Romano. La Iglesia es una realidad eminentemente ciudadana y, por ello, todas las realidades que manan de la misma se impregnan de ese carácter.
La aparición del monacato supone una cierta ruptura con esta concepción. Los monjes desean marcharse de la ciudad y adentrarse en el desierto, y como consecuencia el abandono de la Iglesia, o al menos la Iglesia en su concepción ciudadana. Los monjes desean renunciar al mundo y todo lo que ello significa. Su postura, en cierta forma, supone abandonar las estructuras sociales e históricas de la Iglesia.
Esta cuestión, que en un primer momento puede parecer controvertida, con el paso del tiempo se va restableciendo la comunión entre Iglesia y monacato. Muy pronto la Iglesia vio en el monacato un elemento no solo perfectamente eclesial sino que, al formar parte de todo su movimiento, resulta cumplidamente insertable en la Iglesia. Los Padres a través de sus escritos teológicos y espirituales comienzan a alabar la vida monástica y reconocen en ella la obra de Dios. De este modo, nace toda una literatura monástica que tiene gran influencia en la vida de la Iglesia. Así, el monacato no es ya una realidad extra eclesial sino que se inserta en la Iglesia misma. Incluso se convierte en un ámbito de evangelización y de crecimiento espiritual para la propia cristiandad.
Así, aunque el monacato en un primer momento ocupó espacios rurales y alejados de la vida urbana, muy pronto surgen cenobios dentro de las ciudades, incluso ocupando lugares preeminentes. Importantes monasterios son edificados en el interior de las ciudades de Constantinopla, Roma o Jerusalén. Algunos construidos en las cercanías de las basílicas con el objetivo de atender el culto de mártires y santos de cierta importancia. Muchos de estos monasterios sirven de residencia de obispos, y con ello se influye en la realidad pastoral ciudadana. Citemos la comunidad monástica de Hipona que nace en torno a san Agustín y para la cual el santo prelado escribe una regla monástica. O el cenobio que aparece junto a la tumba martirial de santa Eulalia en la ciudad de Mérida, comunidad que fue residencia de obispos durante décadas. Podemos verificar de este modo que se establece una alianza entre monacato y episcopado, cuyos frutos son enormes a lo largo de los siglos.
El monacato se siente perfectamente integrado en la vida de la Iglesia y se convierte en un ámbito de evangelización y de renovación espiritual de la misma. Muchos monjes abandonan la seguridad de los claustros y desean dedicarse a grandes empresas evangelizadoras por todo el continente europeo. Una de las más famosas es la de san Agustín de Canterbury, enviado por el Papa san Gregorio Magno a reevangelizar Inglaterra. Recordemos a san Columbano, el monje irlandés evangelizador de diversos territorios de continente europeo. También podemos citar a san Wilibrordo, considerado apóstol de los Países Bajos o a san Bonifacio que lo es de Alemania, que recorre amplios territorios llevando la fe a los paganos hasta que vive la experiencia del martirio. Con una trayectoria similar a la de san Bonifacio podemos citar a san Pirminio, que también evangeliza las amplias tierras del territorio alemán. Otro de los grandes monjes misioneros es san Anscario, que dedica su vida a misionar los territorios de la actual Suecia y Dinamarca. Ciertamente, todos los mencionados resultan claro ejemplo de la dedicación que muchos monjes tuvieron al apostolado fuera de los muros del monasterio y con ello al crecimiento de la Iglesia.
La interrelación entre Iglesia y monacato ha continuado a lo largo de los siglos. Uno de los fenómenos más importantes y de mayor influencia del monacato sobre la Iglesia es la gran cantidad de monjes que abandonan el claustro para ocupar sedes episcopales a lo largo de los siglos. Tal proceso tiene lugar de un modo especial en Occidente durante todo el Medioevo. Muchos de los monjes evangelizadores antes referidos fueron obispos de diversos lugares o establecieron a monjes al frente de los episcopados que iban creando o en los que predicaban. Hispania fue un caso paradigmático y muchos monjes santos ocuparon importantes sedes episcopales en el territorio peninsular. Algunos casos fueron: El monje san Froilán, que fue obispo de León; el monje san Rosendo de Celanova, que lo fue de Mondoñedo; los abades san Genadio y san Fortis, que llegaron a ocupar la sede episcopal asturicense; o el monje de Tábara san Atilano se convierte en prelado de la ciudad de Zamora. Todo lo cual nos da una visión de la relación tan intensa que hubo entre episcopado y monacato, es decir, entre Iglesia y vida monástica.