La oración en la vida del monje (I): La oración continua

Interior del Monasterio de Armenteira

Juan Antonio Testón Turiel, Presbítero | La oración es una de la cuestiones que más ríos de tinta ha hecho correr en la espiritualidad del monacato, sin duda, y ello nos hace suponer la gran importancia que la oración ha ocupado y sigue ocupando en la vida del monje. El gran modelo de hombre de oración será Cristo, cuya oración es recogida en numerosas ocasiones en la Sagrada Escritura. Se retira a solas a orar. Pasa las noches de vigilia en Oración. Enseña a sus discípulos a orar cuando le piden que les enseñe. Ahí se encuentra la raíz y el modelo de la oración de todo cristiano, y como no podía ser de otro modo, de todo monje. Cristo es el gran orante modelo de oración para el monje.

Tanto en el monacato de Oriente como en el de Occidente la oración ocupa un lugar preferente en la vida diaria del monje. La cuestión es cómo llevar adelante el ideal de la oración continua. San Pablo aconseja a los cristianos en la Primera Carta a los Tesalonicenses: «Orad sin cesar» (1Ts 5, 17), y partiendo de este axioma los monjes desean ser fieles a este ideal. También es importante dilucidar las siguientes cuestiones que la espiritualidad y la tradición de los Padres del monacato se han planteado a lo largo de los siglos: ¿Cuál es el lugar que la oración debe de ocupar en la vida diaria del monje? ¿Qué momentos y tiempos se han de dedicar a la oración? ¿Qué lugares son los idóneos para la oración? ¿Qué materiales, textos o escritos son buenos usar para la oración? ¿Cuál es la relación de la oración con el resto de las actividades del monje: trabajo, lectura, penitencias, refección y el descanso? Las respuestas a todas estas cuestiones darán como resultado toda una teología y espiritualidad de la oración monástica que cobrará infinitos matices a lo largo de la historia del monacato.

Las diversas expresiones de la vida de oración comportaron, en muchas ocasiones, exageraciones pero también, y a lo largo de los decenios, un proceso de perfección en la vivencia espiritual de la oración monástica en la vida de los monjes. En los primeros tiempos del monacato surgieron los Mesalianos, palabra de origen siríaco que significa «hombres de oración». Esta corriente herética tomaba al pie de la letra las palabras ya citadas del Apóstol Pablo «orar sin cesar» y no aceptaban la posibilidad de añadir a la oración cualquier obra profana ni tan siquiera el trabajo, ya que éste hacia cesar la oración. Despreciaban el mundo, el trabajo y la disciplina, y, de este modo, cualquier expresión corporal del monacato, que no fuera solamente la oración. Otra expresión monástica del siglo V fueron los Acemetas. Cuya praxis monástica era lograr, por parte de la comunidad, la oración continua. El objetivo era conseguir una oración litúrgica de manera continuada, de este modo siempre había parte de la comunidad orando. La comunidad se dividía en tres grupos que de forma alterna se dedicaban a la oración litúrgica, al trabajo y al descanso. Así se conseguía la oración constante de la comunidad en la medida que una parte de la misma rezaba en representación del conjunto de los monjes.

Pero la tradición de la propia vida monástica y de los Padres del monacato lentamente explicitó y buscó el equilibrio en la vida monástica, en la que se había de integrar oración y obras, vida interior y vida exterior. La tradición monástica en el mundo occidental que mejor expresará esta doble dimensión será el monacato benedictino en su máxima «Ora et Labora». En ella se encarna esa doble dimensión y se expresa, de forma excelente, el equilibrio espiritual entre la oración y el trabajo monástico. En la tradición oriental Orígenes concibe que el que ora sin cesar es aquel que une la oración a las obras y las obras a la oración, para de este modo conseguir el equilibrio perfecto. Los cristianos y, por ello, los monjes deben de abundar en las obras buenas, dirá san Basilio, y una de las obras más importantes será el Opus Divinum, es decir la oración. Así la obra más importante del monje será la oración. Pero su pensamiento es mucho más profundo, es lograr convertir toda la actividad del monje en verdadera oración, es dar un valor espiritual a las actividades diarias del monje. Ello sólo es posible desde una buena disposición a la cual se ha llegado después de aumentar la práctica de la oración. La oración diaria del monje, ya sea personal o comunitaria, debe alimentar y hacer presente las obras externas y diarias del monje, para que tanto el trabajo, la lectura, el estudio como el resto de las otras actividades diarias del monje se realicen desde Dios y para Dios, es decir se conviertan en verdadera oración.

Todo ello es posible si el monje es fiel a la oración diaria especialmente a las horas canónicas que se rezan en el monasterio, a la recitación de los salmos, a la repetición de pequeñas oraciones o jaculatorias durante el día, que ayudan a la presencia de Dios y a mantener la oración continua. Así se consiguió en el monacato una intensa vida de oración, y el equilibrio entre oración y trabajo.

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