A vosotros os llamo amigos

La exhortación a los apóstoles
La exhortación a los apóstoles (James Tissot)

Luis Mª Mendizábal | El cristianismo es una vida de amor; es la amistad que Dios nos ofrece en Cristo. Todo esto se sintetiza en el misterio del Corazón de Cristo, cuya espiritualidad ha entendido la Iglesia no como un conjunto de prácticas, más o menos acertadas, más o menos perecederas, sino como la quinta esencia del cristianismo y la manera más perfecta de vivirlo, según decía S.S. Pío XII en la Carta Encíclica Haurietis aquas.

El Señor nos muestra su intimidad abierta, su corazón encendido en ansias de amor, de redención del mundo. Nos revela su amor: su amor fuerte, su amor redentor, su amor tierno -que no sensiblero-, su amor a todos los hombres. Y nos habla de una amistad, nos dice que nos ama. Pero no como una especie de sentimentalismo… ¡que nos ama de verdad!, con auténtico amor; que se alegra de que vivamos; que se alegra de nuestra salvación; que nos asocia con Él para que seamos, como Él, redentores. No es sólo que me amó cuando estaba sobre la tierra. Me ama ahora, y ahora es mi amigo.

Esto es lo que es fundamental en la vida cristiana. Sin embargo, es un hecho que nos cuesta entender ese amor de Cristo, nos es difícil aceptar que sea así. ¿Por qué? Podríamos esbozar tres razones:

1. Un concepto falso de Dios: Fácilmente transmitimos y concebimos una idea falsa de un Dios severo, soberbio quizás, autosuficiente… y lo hacemos casi imperceptiblemente.

Decimos, por ejemplo: “Dios es el Creador y Señor de todas las cosas”. ¡Qué cosa más verdadera! Pero continuamos: “Es como el carpintero que hace una silla; es dueño de la silla, es suya porque la ha hecho él, y puede hacer con ella lo que le dé la gana”. Conclusión: “Si Dios nos ha creado a nosotros, puede hacer lo que le dé la gana”.

Eso es presentar muy mal a Dios. Dios nunca obra por “lo que le da la gana”; Dios obra siempre con sabiduría y amor. Dios es Señor, pero no es Señor así; es infinitamente humilde, pronto a la entrega, servicial.

Esto mismo pasa con el amor que Dios nos tiene. Decimos: “Dios te quiere muchísimo, te quiere infinitamente; ahora bien, si tú te condenas, Él permanece insensible, indiferente… ¡pero te quiere muchísimo!”.

Pero eso no corresponde a lo que Cristo ha revelado, al interés del Padre que ama tanto a los hombres que les entrega a su único Hijo, que se le conmueven las entrañas cuando ve a su hijo. Es verdad, no le quita su felicidad, pero es real en Dios esa conmoción por amor al hombre, que se revela en la cruz.

Bien, esta idea falsa de un amor etéreo, como nebuloso es una primera razón por la que nos cuesta creer en el amor que Cristo nos tiene.

2. Una baja idea de los demás: No queremos a los demás, no les amamos, y por eso nos parece imposible que Dios les ame. Dice uno: “¿Cómo va a amar Dios a ése si no le quiero ni yo?” Y eso crea una dificultad que, de hecho, está dentro de uno aunque no se explicite.

3. Una baja idea de uno mismo: Se nota en la preocupación que tenemos de nuestra imagen, de quedar bien. Sabemos que valemos poco, y todo nuestro afán es disimular lo que somos y simular lo que no somos, con la convicción de que si me conocieran como soy no me querría nadie. Como Dios me conoce como soy, ¿cómo me va a querer?

Es un obstáculo muy serio que eludimos más o menos no prestándole atención y siguiendo adelante en la vida “como si” me amase, “como si” me quisiera… pero en el fondo estoy convencido de que no puede ser así.

Pues bien, la verdad es que Dios me ama, y Cristo ha muerto por mí, como soy y no como querría haber sido. Me amó dando su vida por mí, y me ama ahora con ese mismo amor.

Y un amor -hay que recalcarlo- que es amor de amistad, y por lo tanto incluye el ser correspondido. Hay un amor que es unilateral: yo amo al Papa, lo quiero mucho, pero consideraría una osadía por mi parte decir que somos amigos, que el Papa es mi amigo. Es el amor de benevolencia.

Pues bien, con Cristo no es así. Cristo quiere ser mi amigo, y mientras para mí Él sea simplemente alguien a quien admiro, hacia el que siento veneración, por el que tengo entusiasmo, mientras no llegue a decir: “¡ése es mi amigo!”, mi vida cristiana no ha llegado todavía a su perfección. Ahí está el punto clave.

Es muy fácil llevar a los jóvenes a un entusiasmo por Cristo: Jesucristo líder, Jesucristo liberador, maestro, orador… Pero a lo que él ha venido es a buscar amigos, no admiradores entusiastas. ¡De tantas maneras lo repite! “Ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos”, dirá al despedirse de los suyos. Y añade: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Eso es lo que Él quiere recalcar: que hoy, presente en la Eucaristía, nos ama de veras, se entrega a nosotros ofreciéndonos su amistad. Y ese ofrecimiento pide de nosotros una respuesta, que no consiste en el mero cumplimiento material de la voluntad de Dios, sino en la realización de la misma en la vida ordinaria desde la amistad y la unión de amor con Cristo. Es la consagración y la reparación en su más genuino sentido.

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