Sor Lucía, vidente

Pablo VI y la sor Lucía en Fátima
Pablo VI y la sor Lucía en Fátima (Associated Press)

Mons. José Ignacio Munilla, Obispo de Orihuela-Alicante | Corría el año 1917, cuando tres niños afirmaban ser testigos de seis apariciones de la Señora del Cielo, quien les pedía que difundiesen su mensaje de oración y penitencia por la salvación del mundo y de los pecadores. La jerarquía católica, acosada en aquellos momentos por las logias masónicas y un anticlericalismo militante, no se mostró nada propicia a reconocer la veracidad de unas apariciones que le resultaban, cuando menos, inoportunas. El espectacular milagro del sol de Fátima, del 13 de octubre de 1917, del que fueron testigos unas 70.000 personas de toda condición y creencia, forzó los acontecimientos, y obligó a la jerarquía eclesiástica a tomarse en serio el discernimiento de este fenómeno. Con palabras del patriarca de Lisboa, “no fue la Iglesia la que impuso Fátima, sino Fátima quien se impuso a la Iglesia”.

Un mensaje para almas sencillas

La Virgen María pedía la conversión de los pecadores, y para ello ofrecía unos instrumentos privilegiados de salvación: el rezo del Santo Rosario, la penitencia, la devoción al Inmaculado Corazón de María, y la consagración mariana de Rusia y el mundo entero. Si el mundo no se convertía, vendrían sobre él grandes males. ¡Pero qué duro era para el siglo del racionalismo y el tecnicismo aceptar un mensaje tan “sencillo”! ¿No estaría corriendo la Iglesia al aceptar este mensaje, un peligro de involución hacia una religiosidad primitiva?

Sin duda alguna, es necesario explicar que el mensaje profético de Fátima no puede ser entendido dentro de las coordenadas de un supuesto castigo divino, en venganza por el rechazo de su mensaje. La cosa es mucho más sencilla, como nos recuerda San Agustín: “en la culpa está la pena”. El auténtico castigo divino no es otra cosa que el respeto de Dios a nuestra libre decisión de construir la historia de espaldas a Él.

Pero, más allá de la necesaria pedagogía para comprender el mensaje de Fátima, no cabe duda de que su espíritu cuestiona fuertemente la mentalidad racionalista contemporánea, e incluso, de una gran parte de nuestra teología. ¡Cuántas similitudes con el pasaje bíblico del libro de los Reyes (2 Reyes 5, 1-15), en el que Naamán el Sirio, se resistía a aceptar que con sólo obedecer al profeta Eliseo, bañándose siete veces en el Jordán, pudiese quedar limpio de lepra!

“Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno”

Ya sabemos que el valor de las revelaciones privadas (como es el caso del mensaje de Fátima), no es comparable al de la Revelación pública. Esta última exige nuestro asentimiento de fe; mientras que en el caso de las revelaciones privadas, los fieles están autorizados a dar su adhesión prudente, después que la Iglesia haya juzgado que el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra le fe y las costumbres.

Las revelaciones privadas son una ayuda para comprender y vivir el Evangelio en el momento presente. No aportan datos nuevos, sino que subrayan y acentúan aspectos del Evangelio que hayan podido caer hoy en el olvido. Por lo tanto, su categoría teológica es equiparable al carisma de profecía. Así lo dice la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno” (1Ts 5, 19-21).

Nos toca ahora añadir que la autenticidad de las revelaciones privadas de Fátima se ve apoyada, no ya sólo por el testimonio de vida de dos beatos, Francisco y Jacinta; sino también por el testimonio de vida oculta en Cristo que nos ha dado sor Lucía, muerta en olor de santidad. Ciertamente, si el afán de protagonismo es en estos casos altamente sospechoso, un signo muy importante de la autenticidad del testimonio de la que fue vidente de la Virgen, ha sido su humildad de vida.

La priora de su comunidad, sor María Celina de Jesús, ha declarado que sor Lucía era “la joya” del Carmelo de Coimbra, subrayando de forma particular su sencillez: “Ni siquiera el ‘peso’ del secreto que la vidente llevó consigo por décadas modificó su humildad”. “Las religiosas no le hicimos jamás preguntas”.

La ausencia de protagonismo por parte de la vidente fue tal que, según testimonio de la priora, cuando ella misma ingresó en el Carmelo de Coimbra, estuvo “ocho días sin saber quién era Lucía de Fátima”.

A las 17.25 horas del 13 de febrero de 2005, se cerraron los ojos de esa humilde pastorcilla que vio el rostro de la Virgen. Sor Lucía es ahora de nuevo -y esta vez para siempre-, “vidente”.

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