Regreso al Seminario
Soy Juan Argüello Sánchez, sacerdote de la diócesis de Valladolid desde el 6 de septiembre del año 2015, por lo que tengo la “L” de prácticas recién estrenada. Estos primeros meses de sacerdocio están suponiendo para mí una tarea preciosa de ir tomando conciencia de mi nueva situación en la Iglesia, como pastor de una pequeña parte del rebaño de Cristo: los chavales del seminario menor, donde estoy destinado como formador.
Así pues, en medio de la misión normal de un sacerdote, que es celebrar la Misa o rezar la liturgia de las horas, tengo también que preparar algunas clases, y aprender a amar a unos hijos muy particulares que la Iglesia me encomienda. Se trata de una tarea apasionante, porque se me pide acompañar los primeros pasos de vida cristiana de estos chavales al mismo tiempo que yo voy dando mis propios primeros pasos de cura. Esto se concreta, por ejemplo, en enseñar a vivir la Eucaristía al mismo tiempo que aprendo yo a celebrarla, lo cual puedo considerar como una verdadera “aventura litúrgica”.
El seminario menor también está suponiendo para mí un descubrimiento grande. Yo había entrado en el seminario a los veintidós años, y por ello no contaba con esta experiencia en mi recorrido, es más, reconozco que hasta ahora no era consciente de cómo el Señor puede trabajar el corazón de las personas desde cualquier edad, y cómo el “dejad que los niños se acerquen a mí” se sigue cumpliendo, en ocasiones en forma de una llamada nítida ante la que hay que descalzarse. Desde el punto de vista educativo el entorno del seminario es privilegiado para la formación completa de los chavales, lo cual es un gran reto y una gran responsabilidad para todos los formadores, ya que no solo disponemos del tiempo de las clases, sino que convivimos las veinticuatro horas del día, tiempo a lo largo del cual hay que acompañar distintos procesos, resolver conflictos, corregir adecuadamente, etc.
El trabajo en equipo con los formadores me está ayudando mucho a no caer en la tentación de vivir mi ser sacerdote en solitario sino todo lo contrario, aprendiendo a trabajar en comunión con los demás curas y con el obispo, que nos ha elegido para colaborar juntos con él en esta tarea. Somos una pequeña comunidad de cuatro sacerdotes a cual más distintos pero con la misma convocación de Dios que nos pide también dar un testimonio de unidad para que los demás, especialmente los seminaristas, puedan ver cómo nos amamos, en primer lugar, entre nosotros.
Soy consciente de estar viviendo una situación excepcional en la diócesis, pues aunque soy el miembro más joven del presbiterio, tengo encomendada una comunidad más joven aún, lo cual me hace también experimentar una llamada grande a la humildad. Esto es debido a que los niños son unos feligreses muy exigentes para el propio sacerdote. Exigencia sana y necesaria, porque no buscan aparentar cosas que no son, y dicen la verdad: si la homilía es aburrida se duermen, si no la han entendido te lo dicen, y si te has explicado mal, o has dicho algo que no se corresponde con otra cosa que dijiste en otro momento, también lo expresan. Así de alguna manera los seminaristas me “forman” como formador, igual que los hijos hacen padres a sus padres.
Además de la vida del seminario, me estoy llevando muchas sorpresas al darme cuenta de cómo el pueblo cristiano es el que nos hace a los sacerdotes tomar conciencia de nuestra identidad específica. Esto lo veo sobre todo cuando tengo la oportunidad de confesar, pero también ocurre que las personas me piden hablar abriendo el corazón de un modo que no ocurría antes de ser sacerdote, es la tierra sagrada que pisamos los curas cuando la gente nos abre su conciencia y nos expone, sin ningún obstáculo, su vida ante Dios. Me sorprendo cuando alguien me pide que sea su director espiritual, y pienso para mí que no tengo ni idea de la vida ni de ser cura, pero en medio de mi pobreza se hace presente Dios, de cuya gracia doy testimonio, porque puedo comprobar en mí que es Él quien hace sus maravillas.