Una estrella brilló en Ars

(artículo recuperado del número 90 de la revista)
He ido muchas veces a Lourdes en peregrinación, y casi nunca me había fijado en esta escultura, pero ahora, cuando voy, la miro de manera diferente, pues tras leer su vida me doy cuenta de la grandeza y la sencillez de este hombre. Quiero contar en estas líneas lo más impresionante de su vida, que sirva de estímulo y aliciente.
Juan María nació el 8 de mayo de 1786, de Mateo Vianney y María Beluse. Fue el cuarto de seis hermanos, y ya desde bien pequeño recibió educación cristiana. Su madre le enseñaba las oraciones y le hablaba de Dios. Con 17 años descubrió en su corazón que el Señor le llamaba al sacerdocio. Confesó a su madre su deseo: “Si yo fuese sacerdote, querría ganar para Cristo muchas almas”. A ella le pareció una idea estupenda, pero les costó convencer a su padre.
No faltaron dificultades en los años de formación, sobre todo por su escasa capacidad para el estudio, pero finalmente fue ordenado presbítero en el mes de agosto de 1815.
El nombre por el que conocemos al “Cura de Ars”, procede de su largo ministerio sacerdotal en la aldea de Ars, desde 1818 hasta 1859. Allí se pusieron al descubierto su santidad y grandeza ante Dios. ¿Qué hizo de extraordinario? Yo diría que nada, simplemente cumplir con el deber sacerdotal, teniendo presente en todo momento a Dios y haciendo todo por su bien y el de los demás. Por supuesto, tenía dones especiales de Dios, pero sin su trabajo y empeño no hubieran servido de nada.
Los aspectos de su vida que más impresionan y quedan en el corazón, resumen los pilares fundamentales de su vida:
Un gran celo apostólico,
que nacía de una vida interior de oración. Todo lo consultaba y confiaba al Señor, buscando agradarle y glorificarle. Los habitantes de Ars necesitaban de una auténtica conversión: adolecían de ignorancia religiosa, que Juan María atajó mediante la catequización, la evangelización en todo momento y lugar, y la instrucción del catecismo a niños y mayores. Los domingos en Ars eran días de trabajo ordinario en el campo, olvidando la Misa. Al poco tiempo de llegar Vianney, la Iglesia se llenó cada domingo. Predominaban también en el pueblo las blasfemias, la asiduidad en tabernas y bailes, considerados en la época como ocasiones de pecado grave. Logró que cerraran muchas de las tabernas dando a los dueños el dinero equivalente a lo que ganarían con ellas abiertas. Fue con paciencia, dedicación y fortaleza como el Cura de Ars se ganó a su rebaño para el Señor. Su testimonio y su celo por la salvación de las almas llegaba a los demás y removía realmente los corazones.
Vida de oración, mortificación y penitencia
En el silencio de la noche pedía al Señor que tuviese piedad de su rebaño y de su pastor: «Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia, consiento en sufrir cuanto quieras durante toda mi vida los dolores más vivos, con tal que se conviertan». Muchas personas que convivieron con él testimonian que algunos días no salía de la Iglesia hasta después del Ángelus de la tarde. Todos quedaban admirados del fervor de su oración, que nunca descuidaba. Era la principal fuente de donde sacaba fuerzas para su ministerio diario. Como muestra de amor a Dios, hacía numerosos actos de penitencia y de mortificación que le llevaban incluso a flagelaciones corporales, dormir en el frío suelo o a olvidarse muchas veces de comer incluso lo imprescindible para vivir. Igualmente, cabe resaltar las horas que pasaba en el confesonario y las largas colas de espera que formaban los penitentes. De todos los lugares venían a escuchar sus enseñanzas y consejos, sabiendo que todo lo que decía venía de Dios. Había días en los que pasaba hasta 18 horas en el confesonario. Esto solamente podía salir de una persona entregada a Dios.
Confianza en la providencia de Dios
Él estaba convencido de que todo nos viene de Dios y confiaba totalmente en su providencia. Todo lo esperaba del Señor, y esto le alentaba a no desfallecer ante la prueba. Fiado en esta confianza en Dios fundó una escuela para niñas huérfanas, a la que dio el nombre de La Providencia, porque efectivamente había sido un regalo de Dios para la aldea de Ars. En la Iglesia destacaba un letrero que colocó el Cura de Ars: Dad y se os dará, haciendo eco de la promesa de Jesús en el Evangelio. En esta escuela, la educación estaba por encima de la instrucción. Todo esto se impartía en un ambiente singular de virtud y piedad, del que Pío X afirmó en una ocasión que era un modelo de educación popular.
Virtudes fundamentales: amor a la pobreza y los pobres, humildad y la paciencia
Cuentan muchos testigos en el proceso de canonización que una de las cosas que más les impresionaron del Cura de Ars era que, ante los múltiples elogios que recibía en aquella aldea, parecía indiferente a toda alabanza, y no pensaba más que en cumplir con los diferentes ministerios propios de su cargo. No ignoraba el bien que hacía, pero se consideraba un simple instrumento: «Soy como cepillo en manos de Dios. Seguro que si Dios hubiera encontrado un sacerdote más indigno y más ignorante que yo lo hubiera puesto en mi lugar, para dar a conocer la grandeza de su misericordia a los pobres pecadores. Otro testigo expresa que Vianney sentía verdadera tristeza al ver que buscaban los objetos de su uso para convertirlos en reliquias».
Además de esta humildad encarnada, resalta su amor a la pobreza y a los pobres. Este amor se manifestaba en lo material, pues les ayudaba con aquello que necesitaban, pero también aprovechaba para hablarles de Jesucristo. Su caridad llegaba hasta el extremo. Muchas veces no tenía ni lo imprescindible, pero no le importaba, sabiendo que con ello había agradado a Jesucristo y había ayudado a los que lo necesitaban.
La paciencia hacía de él una persona con dominio de sí. Le preguntaban alguna vez: «¿Cómo puede estar usted tan sosegado con la impetuosidad de su carácter?» y él respondía: «La virtud requiere esfuerzo, continua violencia y sobre todo, auxilio de lo alto». La dulzura de su carácter hacía que muchos pensaran que carecía de pasiones o de capacidad para enfadarse, pero los que le trataban de cerca, decían que tenía la imaginación viva y el carácter fuerte. El Señor le ayudaba a saber dominarse y así fue forjando en él estas tres virtudes que le llevaron a la santidad: la humildad, la pobreza, y la paciencia.
El 4 de agosto de 1859 San Juan María Vianney entregó su santa vida a Dios. Quien le había regalado el don más preciado, la vida, ahora se la pedía de nuevo para volver a Él y disfrutar de su gloria. Tenía 73 años. La noticia de la muerte se propagó rápidamente, para llorar la pérdida del Cura de Ars, un gran sacerdote, un auténtico santo. Pío XI lo canonizó en 1925.
Cuando leemos la vida de los santos podemos acabar diciendo: ¡qué bonito, pero… qué difícil! Podemos creer que no es algo para nosotros, pero los cristianos tenemos una llamada a la santidad. La santidad se define por hacer lo que cada uno tiene que hacer, en su estado de vida y en las condiciones históricas que le toca vivir. El Cura de Ars tenía dones de Dios, pero puso mucho de su parte, fruto de su unión íntima con el Señor. Le gustaba repetir: En la abnegación y la penitencia sólo cuesta el primer paso.
Santo Cura de Ars: intercede por nosotros.