Cuando sucede el milagro

Jesús sacramentado
Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

Fr. Rafael Pascual Elías, OCD | A la hora de rezar siempre surgen muchas dudas que nos pueden bloquear. Mas que dudas son los aparentes fracasos que pueden experimentarse en nuestra vida de oración. Si se ven con ojos humanos son realmente frustraciones que nos llevan a querer alejarnos de la oración. Ahí está el grave error. No podemos dejar nunca la oración sólo porque no saquemos provecho. Hay que seguir en oración siempre.

Da igual que haya desaliento ante la sequedad, o tristeza al no entregarnos del todo a Dios, o lo que abunda mucho, que no somos escuchados según lo que dicta nuestra voluntad, o cuando estamos heridos por el pecado, o simplemente nos cuesta aceptar la plena gratuidad de la oración, o cuando… En todas estas ocasiones la pregunta que siempre surge es la siguiente: ¿Para qué orar? ¿Tiene sentido la oración? ¿Qué saco con perder tiempo rezando?

¿Hay respuesta a estas cuestiones? Sí, pero no es fácil: luchar con humildad, confianza y perseverancia. Si en tu vida de oración colocas como base estas tres realidades todo va a cambiar, no sólo a nivel espiritual, sino en todos los sentidos. Te invito a que hagas la prueba.

Todo el problema se encuentra en nuestro “yo”. No podemos ir a la oración con nuestro “yo”, sino con Aquel que sabemos nos ama. Hay que dejar atrás todos esos obstáculos que no dejan que nuestro corazón orante se abra del todo a Dios. Eso es posible si rezamos cada día y sobre todo, si nos dejamos guiar por lo que nuestro director espiritual nos aconseja para que la oración sea vida y no un momento puntual de nuestra jornada. Cuando a lo largo del día, de la semana, del mes, y todo el año vivimos en Dios y para Dios, es cuando toda piedra del camino desaparece y encontramos una senda que nos hace ver maravillas que no dejan de sorprendernos.

Para ello hay que trabajar en tres áreas: el orgullo de nuestro ser que no deja cabida a la virtud reina, la humildad; la sobreestima de nuestra persona sobre la que recae todo lo que hacemos, que impide que pongamos la confianza en Dios vivo y verdadero; y el dejarnos llevar por el activismo que sólo permite rezar en algún momento y no como Dios quiere, con perseverancia.

Cuando unimos estos tres pilares, la vida de oración toma fuerza, se eleva y podemos volar; volar muy alto, y llegar a lo más grande, que es Dios. Lo que a los ojos de los hombres es imposible, para Dios es posible. Alcanzar este estado cuesta, pero es cuestión de ejercitarse y buscar siempre momentos de intimidad con el Corazón vivo de Cristo. Abrirnos al abismo de amor que mana de este Sagrado Corazón hace posible que todo lo que pidamos al Padre en el Hijo se cumpla.

¿Cómo? Muy fácil, sigamos las huellas de San Juan de la Cruz y vivamos en esperanza, pero no una esperanza cualquiera, sino la esperanza de cielo, la verdadera, la que se alcanza al vivir abiertos a la divina providencia. Cuando lo conjugamos todo en nuestro camino espiritual podemos vivir experiencias únicas, de auténtico milagro.

¿Es posible? ¡Sí!: durante una noche, hace poco tiempo, con un amigo que estaba bloqueado ante un problema. Nos pusimos a rezar, a confiar en Dios, a seguir rezando; y todo ello con humildad, dejando a Dios que tomara Él las riendas de la situación. Justo a las tres semanas, otra vez de noche, me manda un audio. Ahí me dice que ha sucedido un milagro, un milagro de verdad. En un momento de adoración, esa tarde-noche, pide a Jesús Eucaristía que si considera que es lo mejor para él, que haga el milagro de concederle aquello por lo que rezamos y que no pensaba alcanzar. ¡Lo ha conseguido! ¡Nos alegramos! ¡Nos emocionamos! ¡Damos gracias a Dios! Y quedamos en ofrecer al día siguiente la eucaristía en acción de gracias por haber conseguido lo pedido en oración.

Todo ello vivido siempre en oración. ¡De noche!, cuando no se ve nada fuera, pero sabiendo que Dios escucha y acoge la plegaria de aquellos que se unen para pedirle algo. Ha trabajado todo lo que se puede y más: esfuerzo, dedicación, vida espiritual, oración y esperanza, mucha esperanza, y abandono en las manos del Padre. Irse a dormir así aquella primera noche, da como fruto el milagro de que lo que se pide de este modo siempre se alcanza. Cuando Él quiere y como Él quiere, pero al final se abre el cielo. ¿Por qué? Porque Dios mira el corazón orante por dentro, lo contempla y se goza en él concediendo aquello que se pide con humildad, confianza y perseverancia.

Volvamos al inicio: ¿para qué rezar? Pues para ejercitarte en las virtudes, abrirte a Dios y dejar que sea Él quien lleva tu vida. Sólo así podrás vivir esa esperanza de cielo que alcanza lo que desea tu corazón cuando olvidas tu “yo” y dejas al “Tú”, que cambie tu vida. Es entonces cuando sucede el milagro:

«Por una extraña manera
 
mil vuelos pasé de un vuelo,
 
porque esperanza de cielo
 
tanto alcanza cuanto espera;
 
esperé solo este lance,
 
y en esperar no fui falto,
 
pues fui tan alto, tan alto,
 
que le di a la caza alcance”
 
(San Juan de la Cruz, Tras un amoroso lance).

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