Corazón de Jesús, delicia de todos los santos

Vía Crucis de Mengore
Vía Crucis de Mengore (M. I. Rupnik y Taller de Arte del Centro Aletti. 2008. Santa María en Tolmin (Eslovenia)

Pablo Cervera Barranco | El hombre se dirige al cielo con ansias de salvación, con esperanza en el corazón y con la súplica llena de confianza en su boca.

«Sobre esta tierra el discípulo de Jesús vive en la espera de alcanzar a su Maestro, en el deseo de contemplar su rostro, en la aspiración anhelante de vivir siempre con él. En el cielo, en cambio, cumplida la espera, el discípulo ya ha entrado en el gozo de su Señor (cf. Mt 25,21.23); contempla el rostro del Maestro, no ya transfigurado durante un solo instante (cf. Mt 17,2; Mc 9,2; Lc 9,28), sino resplandeciente para siempre con el fulgor de la luz eterna (cf. Heb 1,3); vive con Jesús y de la misma vida de Jesús»[1].

Esta última letanía sitúa al corazón humano en la realización de esos deseos el Corazón de Jesús es meta, apagamiento, gozo de lo que participan en el cielo del amor trinitario. «El Corazón de Cristo es la fuente de la vida de amor de los santos: en Cristo y por medio de Cristo los bienaventurados del cielo son amados por el Padre, que los une a sí con el vínculo del Espíritu, divino Amor; en Cristo y por medio de Cristo, ellos aman al Padre y a los hombres, sus hermanos, con el amor del Espíritu»[2].

El cielo es felicidad perfecta, plenitud de todas nuestras aspiraciones, recompensa y premio por todo lo hecho y sufrido en esta tierra, paz, contento, certeza absoluta, respuesta a todas nuestras preguntas, comunión perfecta con Dios y los santos, que en vano hemos pretendido alcanzar en las tierras dada nuestra condición caída.

Toda esta bendición divina nos viene gracias a Cristo, al inmenso amor y misericordia de su Corazón que murió y resucitó por nosotros, abriéndonos las puertas de la eternidad, al Reino preparado para nosotros desde antes de la fundación del mundo.

«Allí se manifiesta en plenitud el amor del Redentor hacia los hombres, necesitados de salvación; del Maestro hacia los discípulos, sedientos de verdad; del Amigo que anula las distancias y eleva a los siervos a la condición de amigos, para siempre, en todo. El intenso deseo, que sobre la tierra se expresaba en el suspiro: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20), ahora, en el cielo, se transforma en visión cara a cara, en posesión tranquila, en fusión de vida: ¡de Cristo en los bienaventurados y de los bienaventurados en Cristo!»[3].

El deseo al acercarnos al Paraíso es Jesucristo mismo: contemplaremos su gloria, sentiremos la ternura de su amor, experimentaremos su abrazo. Y el de su Madre bendita. Luego él será todo en todo, para toda la eternidad.


[1] SAN JUAN PABLO II, Ángelus, 12 de noviembre, 1989.
[2] Ibid.
[3] Ibid.

Anterior

El viento de Dios (II)

Siguiente

Sumario 170