Corazón de Jesús, esperanza de los que en ti mueren

Vía Crucis de Mengore
Vía Crucis de Mengore (M. I. Rupnik y Taller de Arte del Centro Aletti. 2008. Santa María en Tolmin (Eslovenia)

Pablo Cervera Barranco | «La muerte forma parte de la condición humana; es el momento terminal de la fase histórica de la vida. En la concepción cristiana, la muerte es un tránsito: de la luz creada a la luz increada, de la vida temporal a la vida eterna.

Ahora bien, si el Corazón de Cristo es la fuente de la que el cristiano saca luz y energía para vivir como hijo de Dios, ¿a qué otra fuente se dirigirá para sacar la fuerza necesaria para morir de modo coherente con su fe? Como «vive en Cristo», así solo puede «morir en Cristo».

La invocación litánica resume la experiencia cristiana ante el acontecimiento de la muerte: el Corazón de Cristo, su amor y su misericordia, son esperanza y seguridad para quien muere en Él»[1].

Hay varios textos recogidos en la liturgia de la Palabra exequial que recogen el marco de de esperanza ante la muerte, que abren el horizonte a la inmortalidad.

«La vida de los justos está en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz. Aunque la gente pensaba que cumplían una pena, su esperanza estaba llena de inmortalidad. Sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes bienes, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de él» (Sab 3,1-5).

«Los justos, en cambio, viven eternamente, encuentran su recompensa en el Señor y el Altísimo cuida de ellos. Por eso recibirán de manos del Señor la magnífica corona real y la hermosa diadema, pues con su diestra los protegerá y con su brazo los escudará» (Sab 5, 15-16).

Los salmos (cf. Sal 73,23-28) también prolongan la enseñanza sapiencial:

«Pero yo siempre estaré contigo,
tú agarrarás mi mano derecha;
me guías según tus planes,
y después me recibirás en la gloria.

¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Se consumen mi corazón y mi carne;
pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo.
Sí: los que se alejan de ti se pierden;
tú destruyes a los que te son infieles.
Para mí lo bueno es estar junto a Dios,
hacer del Señor Dios mi refugio».

Igualmente, en el 2 II de los Macabeos, uno de los hermanos hace una gran profesión de fe al respecto:

«Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida» (2 Mac 7,14).

San Pablo, como san Juan, habla repetidamente de «morir en el Señor», morir en comunión con el Señor resucitado. ¿Qué significa «morir en Cristo»? Nos lo explica san Juan Pablo II:

Es el «momento de la partida hacia la casa del Padre, donde Jesús, al pasar también Él a través de la muerte, fue a prepararnos un lugar (cf. Jn 14,2); a pesar de la destrucción de nuestro cuerpo, la muerte es premisa de vida y de fruto abundante (cf. Jn 12,24)». «Significa, además, confiar en Cristo y abandonarse totalmente a Él, entregando en sus manos ―de hermano, de amigo, de buen Pastor― el propio destino, igual que Él, al morir, entregó su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc 23,46)». «Significa también, proveerse con los «signos santos» del «tránsito pascual»: el sacramento de la Penitencia; el santo Viático, Pan de vida y medicina de inmortalidad; y la Unción de los enfermos, que da vigor al cuerpo y al espíritu para el combate supremo»[2].

He aquí algunos textos paulinos a los que nos referíamos:

«Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad» (1 Cor 15,16-19, espec. v. 18).

«Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto. Esto es lo que os decimos apoyados en la palabra del Señor: nosotros, los que quedemos hasta la venida del Señor, no precederemos a los que hayan muerto; pues el mismo Señor, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Tes 4,14-16).

En Col 1,4-5 san Pablo ofrece la doble perspectiva de la vida cristiana, de tránsito y de llegada:

«Al tener noticia de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está reservada en los cielos y de la que oísteis hablar cuando se os anunció la verdad del Evangelio de Dios».

También las cartas pastorales recogen estas ricas enseñanzas que están a la base de nuestra letanía:

«El conocimiento de la verdad, de acuerdo con la piedad, lleva a la esperanza de la vida eterna; esta fue prometida antes de los siglos por Dios, que nunca miente» (Tit 1,2).

«Pablo, apóstol de Cristo Jesús por mandato de Dios, Salvador nuestro, y de Cristo Jesús, esperanza nuestra» (1 Tim 1,1).

«Pues se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras» (Tit 2,11-14).

Cristo nos había abierto la mirada a la esperanza en ese momento tenso de despedida en el cenáculo (Jn 14,1-3):

«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. [2]En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros».

En la hora suprema de la muerte los cristianos sabemos que, aunque el corazón nos reproche tantos pecados y maldades de la vida, Cristo, su Corazón, es más grande que el nuestro, es misericordioso para borrar todas nuestras ofensas si estamos arrepentidos (cf. 1 Jn 3,20). «Muy pronto acabará nuestra vida; por tanto, consideremos nuestro estado: el hombre de hoy está vivo, mañana ya no… En cualquier acción y pensamiento deberíamos comportarnos como si estuviéramos en vísperas de la muerte. Si tuviésemos la conciencia pura, no temeríamos tanto la muerte… Si hoy no estamos preparados para el tránsito, ¿cómo lo estaremos mañana?»[3].


[1] San Juan Pablo II, Ángelus, 5 de noviembre, 1989.
[2] Ibid.
[3] T. de Kempis, Imitación de Cristo, Lib. I, cap. 32, 1.

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