El dietista
| “Buenas tardes” – dijo al tiempo que me miraba por encima de unas pequeñas gafas metálicas.
Sus ojos no mostraban alegría por ver a alguien nuevo en su consulta. Por ver a alguien que, por solo leer un nombre en una placa, se había decidido a llamar para concertar una cita con él. A alguien que iba a confiar ciegamente en él para que su cuerpo recuperara el estado que años atrás le hacía sentirse atractiva.
No iba por recomendación de nadie, ni siquiera eso le importó al dietista. Como otros muchos mostró su superioridad ante alguien que no estaba de acuerdo con su propio cuerpo. O, por lo menos, eso era lo que me aventuraba a pensar tras esa primera mirada furtiva. Me sentía incómoda con mi cuerpo, con mi dietista, con mi vida… Tampoco estaba muy segura de por qué había llegado hasta ahí si sabía a estas alturas que, me diera la dieta que me diera, solo iba a seguirla por unos días. Todo esto me aburría, me costaba un mundo privarme de muchas cosas para luego reconocer en la báscula que solo había bajado cien gramos. Los cuales recuperaría junto a cuatro kilos más en cuanto celebrase la cena con mis compañeras del colegio. Las mismas que, en cuanto me viesen, lo primero que iban a decir sería: “¡Dios mío, cuánto has cambiado! ¡Con lo delgadita que eras en el colegio!”. Ahí directo. No había puñal más certero. No existía forma más directa de hundir el mundo de alguien. Toda esa empatía que habíamos aprendido en la escuela se había esfumado en un segundo.
De pronto sentí su mano sobre mi hombro. De detrás de la mesa había salido un hombrecillo pintoresco, gracioso, delgado, con sus gafitas sobre la nariz, su mirada por encima de ellas, pero su vista centrada en mi cuerpo. Por un momento me sentí interrogada sin contestar palabra. Solo mi cuerpo respondía lo que aquel duendecillo ya sabía contestar.
Con un gesto me llevó a la báscula, otro de mis grandes miedos. Cada vez que me subía, el número aumentaba. Lástima que no fuera la cuenta bancaria, así empezaría a ser la mujer más rica del mundo.
Aquel hombrecillo empezó a hacer bromas con la cifra, pareados jocosos con gran acierto. Después de mi primera y lógica reacción de incomodidad, no pude dejar de reírme con sus ideas –eran muchos años para poder inventar frases ingeniosas sin torpeza-. En aquel momento empecé a sentirme a gusto en aquella sala.
Aquel duendecillo verde, como empecé a imaginarlo en mi cabeza, supo convencerme de mi cuerpo, de mí misma, de mi error de verme así… y, poco a poco, llegó a mi vida, a lo que realmente estaba engordando mi vida, cargándola con los kilos de más que yo no deseaba, engordándola con problemas que se habían ido acumulando sobre un cuerpo que ya se había derrotado. Los kilos abrumadores de un matrimonio fracasado; aquellos centímetros que el estrés había aumentado; pero, sobre todo, aquel pasado que había duplicado un cuerpo. Un pasado triste y difícil de olvidar. Un pasado que, por muchas dietas que se hiciesen, permanecería ahí. Un pasado que hacía que mi trabajo fuese una tortura, una inexplicable fuerza al fracaso. Un pasado que había ignorado cualquier dieta. Un pasado que me había llevado al abandono: la muerte de mi hijo.
Poco a poco, aquel dietista había llegado al punto culminante. Como un ángel custodio supo hacerme comprender mi historia. No había borrado de golpe mi pasado -no habría podido, aunque quisiera- pero me enseñó a convivir con ello, a dar gracias por aprender de ese pasado… Empezaba a ver mi vida de otra forma. No solo me dio una dieta para el cuerpo sino la mejor dieta para el corazón. Una dieta que ahora estaba segura de que funcionaría.
Meses después volvía la consulta. Yo ya era otra persona, ya me quería, ya estaba dispuesta a seguir luchando por vivir y por ayudar a los demás como mi duendecillo verde había conseguido conmigo.
¡Cuántas veces una vida puede truncarse por no saber levantarse y cuántas veces otra vida le da la mano para superarlo sin casi darse cuenta del valor de su ayuda! Así fue cómo la broma de un número construyó el proyecto de una vida.
Y lo que he podido aprender es que, si un kilo de más engordo, no será por culpa del pasado o por prejuzgar a alguien, sino de una buena cena en compañía de los que quiero.