Corazón de Jesús, salvación de los que en ti esperan

Estaciones varias del Vía Crucis de Mengore
Estaciones varias del Vía Crucis de Mengore (M. I. Rupnik y Taller de Arte del Centro Aletti. 2008. Santa María en Tolmin (Eslovenia)

Pablo Cervera Barranco | La Sagrada Escritura está atravesada, desde su primer libro, del carácter salvador de Dios, en el cual puede esperar siempre el hombre. Muchos de estos textos están recogidos en la Liturgia de a Palabra de las celebraciones de exequias y expresan serenidad y esperanzas para esos duros momentos de pérdida proyectados hacia el corazón amoroso de Dios: «En tu salvación espero, oh Yahvé» (Gén 49,18)

El libro de las Lamentaciones recoge bellísimas expresiones al respecto: «Hay algo que traigo a la memoria, por eso esperaré: Que no se agota la bondad del Señor, no se acaba su misericordia; se renuevan cada mañana, ¡qué grande es tu fidelidad!; me digo: ‘¡Mi lote es el Señor, por eso esperaré en él!’. El Señor es bueno para quien espera en él, para quien lo busca; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (3,21-26).

Jeremías también dice: «En verdad, en Yahvé, nuestro Dios está la salvación) (Jer 3,23).

El salterio no podía ser menos en sus expresiones sobre este tema. El salmo 61 es un canto a la esperanza en Dios y su salvación.

«Sólo en Dios descansa mi alma,
porque de él viene mi salvación (Sal 61,2).
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré (Sal 61,3).
Descansa sólo en Dios, alma mía,
porque él es mi esperanza;
sólo él es mi roca y mi salvación,
mi alcázar: no vacilaré (Sal 61,6)
De Dios viene mi salvación y mi gloria,
él es mi roca firme,
Dios es mi refugio (Sal 61,8)
Pueblo suyo, confiad en él,
desahogad ante él vuestro corazón,
que Dios es nuestro refugio» (Sal 61,9).

El binomio esperanza-salvación se amplía con la llegada de Cristo: Simeón «esperaba la redención de Israel» (Lc 2,25), es decir, a «Jesús que salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21; Lc 1,31). El anciano confesará luego que su esperanza ha sido cumplida: «Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30).

La salvación, objeto de la esperanza de Israel, es Cristo mismo «por quien el mundo ha de salvarse» (Jn 3,17). Los samaritanos confesaron al final del episodio de Jesús con la samaritana: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

La curiosidad y búsqueda de Zaqueo se vio coronada con la maravillosa proclamación de Cristo: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa, pues también él es hijo de Abraham; porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9-10).

Muchos textos paulinos destacan que la salvación de Yahvé se cumple en Cristo Jesús: «El evangelio es fuerza de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4; cf. 4,10). «Soporto todo por los elegidos, a fin de que también ellos alcancen salvación, la que hay en Cristo Jesús, con la gloria eterna» (2 Tim 2,10).

«De su corazón, es decir, del núcleo más íntimo de su ser, brota ese compromiso por la salvación del hombre que lo impulsa a subir, como manso cordero, al monte del Calvario, a extender los brazos en la cruz y a «dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45)»[1].

También san Pedro tocó este tema en una especia de himno inicial con el que se abre su primera carta, en un canto fruto se estallido de fe y esperanza teologales:

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo,
que, por su gran misericordia,
mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos,
nos ha regenerado
para una esperanza viva;
para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible,
reservada en el cielo a vosotros,
que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios;
para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final» (1 Pe 1,3-7).

A esta esperanza salvífica se añade el gozo basado en Cristo resucitado, motor de la vida de fe del cristiano:

«Por ello os alegráis,
aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas;
así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro,
que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego,
merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo;
sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él
y así os alegráis con un gozo inefable y radiante,
alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas» (1 Pe 1,5-9).

«Quien confía en Cristo y cree en el poder de su amor renueva en sí la experiencia de María Magdalena, tal como nos la presenta la liturgia pascual: «Cristo, esperanza mía, ha resucitado» (Secuencia del domingo de Pascua)»[2].

Los que esperan la salvación se encontrarán sin duda con el Corazón de Jesús, salvación de los que esperan en él: «Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan» (Heb 9, 27-29).

Tenemos que «morir en el Señor» (Rom 14,8). Esto significa morir en paz con él, creyendo firmemente en el Señor como fuente de toda vida y salvación, esperanza en él, confiándonos totalmente a él, a su misericordia y amor. Estas actitudes solo vienen espontáneamente para quienes han «vivido en el Señor» (Rom 14,8), haciendo la voluntad de Dios, igual que Cristo respecto de su Padre: «Yo siempre hago tu voluntad» (Jn 5,30) «¡Todo está cumplido. A tus manos encomiendo mi Espíritu!» (Jn 19,30; Lc 23,46).

San Juan XXIII ponía así su esperanza en el Corazón de Cristo:

«He rezado con fervor ante el verdadero pan celestial que realmente dará la vida al mundo; a los pies de la Blanca Virgen Inmaculada en la capilla florecida y amable de la joven América del Norte y, más que todo ante la bella imagen del Sagrado Corazón de Montmartre, tributo afectuoso de la Francia penitente y devota. ¡Oh, qué hermoso es Jesús entronizado desde el precioso altar, amoroso en esa fiesta de santos que lo rodean, de ángeles que adoran! ¡Cómo la cuestión social, cuestión de vida, no solo material, sino del espíritu, a través de la agitación de las mentes, los lamentos de los desheredados, el trabajo febril de las almas apostólicas, las luchas, las desilusiones, los triunfos, me parece más digna de mi atención, de mi interés, de los votos ardientes y de mi obrar, cuando sobre el trasfondo del gran cuadro, me parece ver a Jesús como el sol de primavera que se levanta sobre el vasto mar; el rostro sereno y manso, los brazos abiertos, el Corazón resplandeciente de luz que rodea y penetra todo! ¡Oh, Corazón divino, tú eres realmente la solución de todo problema: «solutio omnium difficultatum Christus»; en ti descansan nuestras esperanzas, de Ti esperamos la salvación»[3].


[1] San Juan Pablo II, Ángelus, 17 de septiembre de 1989.
[2] Ibid.
[3] San Juan XXIII, Giornale dell’anima (Roma 31967) 145 [tradución del original italiano realizada por el autor].

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