Corazón de Jesús, deseo de los eternos collados

| Esta letanía recoge un signo mesiánico en la bendición con la que Jacob anuncia un porvenir a José y a su descendencia: «Las bendiciones de tu padre superan las bendiciones de los collados antiguos, las delicias de las colinas perdurables» (Gén 49,26). La tradición exegética ve realizado en Cristo este título mesiánico (deseo de los eternos collados). También el profeta Ageo anuncia que «vendrá el deseado de todas las naciones» (2,7).
El ansia y deseo de esos «eternos collados» para unos representan los antiguos patriarcas y para otros las montañas de Canaán. Cuando Moisés bendice a José se repiten esas palabras: «Bendita del Señor sea su tierra, con lo más exquisito del cielo, el rocío, y el agua subterránea, almacenada en lo hondo, con lo mejor de los productos del sol y lo más exquisito de los frutos de las lunas, con lo mejor de las montañas antiguas y lo más exquisito de las colinas eternas, con lo mejor de la tierra y de su plenitud; y el favor del que mora en la zarza descienda sobre la cabeza de José, sobre la corona del elegido entre sus hermanos» (Dt 33,13-16).
En el corazón del hombre hay un deseo de Dios, como nos recuerda el Catecismo: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (CEC 27). «”Alégrese el corazón de los que buscan a Dios” (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, “un corazón recto”, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios» (CEC 30).
Dos grandes personajes de la humanidad han recogido esos anhelos: «Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confesiones, 1,1,1).
El otro es Giovanni Papini: «Todos necesitan de ti, aun aquellos que lo ignoran, y éstos más que los que no lo ignoran. El hambriento se imagina que busca un pan y es que tiene hambre de ti; el sediento cree desear agua, y es que de ti tiene sed; el enfermo se ilusiona con el ansia de la salud, y su mal está en tu ausencia. Quien en el mundo busca la belleza, sin advertirlo te busca a ti, que eres la belleza completa y perfecta; quien con su pensamiento y a en pos de la verdad, sin quererlo te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser conocida; quien corre afanoso tras de la paz, te busca a ti, única paz donde pueden hallar quietud los corazones más inquietos. Ellos te llaman, sin saber que te llaman; y su grito es indeciblemente más doloroso que el nuestro» (G. Papini, Historia de Cristo: Súplica a Cristo).
También la liturgia recoge la búsqueda que los hombres hacen de Cristo: «Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que, deseándote siempre, te busquen y, cuando te encuentren, descansen en ti, concédeles, en medio de sus dificultades, que los signos de tu amor y el testimonio de las buenas obras de los creyentes los lleven al gozo de reconocerte como el único Dios verdadero y Padre de todos los hombres» (Oración Universal del Oficio de Viernes Santo, Oración n.8).
El caso es que sorprende que el hombre y el mundo parecen lejos de este Corazón de Jesús, deseo de los eternos collados. Lo constataba Juan Pablo II: «No comparte sus deseos. Permanece extraño y, a veces, incluso hostil respecto a Él. Este es el «mundo» del que el Concilio dice que está “esclavizado bajo la servidumbre del pecado” (Gaudium et Spes, 2). (…)
Sin embargo, contemporáneamente, el mismo «mundo» ha sido llamado a la existencia por amor del Creador, y este amor le mantiene constantemente en la existencia. Se trata del mundo como el conjunto de las criaturas visibles e invisibles, y en particular “la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive” (Gaudium et Spes, 2). Es el mundo que, precisamente a causa de la “servidumbre del pecado” ha sido sometido a la caducidad —como enseña san Pablo— y, por ello, gime y siente dolores de parto, esperando con impaciencia la manifestación de los hijos de Dios, porque sólo por este camino se puede liberar realmente de la esclavitud de la corrupción, para participar de la libertad y de la gloria de los hijos de Dios (Rom 8,19-22).
Este mundo —a pesar del pecado y la triple concupiscencia— está orientado al amor, que llena el Corazón humano del Hijo de María» (Juan Pablo II, Ángelus, 20 de julio de 1986). Nada mejor que terminar orando, también con palabras del santo papa Juan Pablo II: «Corazón de Jesús, deseo de los eternos collados, lleva a los corazones humanos, acerca a nuestro tiempo esa liberación que está en el Evangelio, en tu cruz y resurrección: ¡Que está en tu Corazón!»