Buscar con ganas, de noche y con fe

Adoración nocturna

Fr. Rafael Pascual Elías, OCD | Cuando rezamos y abrimos nuestro corazón a Dios es fácil que surja una lucha en nuestro interior. No hay que asustarse ni agobiarse. Forma parte de la vida de oración. Si miramos de modo positivo este hecho, nos damos cuenta dónde encontrar la solución. El combate contra el ánimo posesivo y dominador es la vigilancia, la sobriedad del corazón.

Paramos, nos situamos y seguimos. ¿Cómo está nuestro corazón cuando vamos a la oración? ¿Inquieto, distraído, cerrado, herido,…? Si no hay presencia y atención a la Palabra viva que es Cristo, es fácil que al vivir la oración sintamos algo de eso, por ello hay que cambiar todo. Hemos de estar vigilantes, con el corazón encendido, con ganas de buscar, encontrar y estar con Dios. Es lo que quiere Jesús. Nos lo repite de muchos modos: estad vigilantes, esperad, no os durmáis, etc. Nos recuerda la importancia capital de la vigilancia en relación a su persona, a su Venida, al último día y a nuestro día, a hoy mismo.

No podemos perder el tiempo y terminar por otros caminos que nos alejan del encuentro con Dios. Sabemos que el Esposo viene en mitad de la noche y tenemos que estar en vela, con la luz de la fe encendida en nuestro corazón de orantes. Queremos buscar su rostro en la oración y llenarnos de su amor. Para ello hay que abrir el corazón y dejarlo con toda humildad ante el sagrario. Abrir nuestro corazón de par en par, sin miedo, sin recelo, sin duda a nada. Sólo así Dios puede entrar hasta el fondo en medio de la noche y llenar de luz nuestra alma. Tenemos luz por la fe, pero si dejamos que Dios mismo, presente en la Eucaristía, elevado en la custodia, de noche, en silencio, en adoración y con el corazón abierto, penetre hasta lo más profundo de nuestro ser, nuestra vida va a cambiar por completo. Lo dice uno que ha tenido experiencia de ello en primera persona tanto por el mismo como por otros con los que ha orado de noche esperando el encuentro vivo, real y transformante con Dios.

La esperanza y vigilancia son la base para llegar hasta el encuentro con Dios vivo y verdadero. Llegamos a vivir otra realidad. Todo es fuego, paz y mucha luz. En medio de la noche todo es diferente. Es Dios quien entra en la vida del orante y puede pasearse por cada rincón de nuestra alma. Suceden maravillas que no se pueden contar. Hay que vivirlas en directo. Así nace, crece y se forja un orante. Dejando que Dios le llene de su amor al abrir su corazón. Y a ello se suma el deseo de Dios. Ir a la oración con ganas de encontrarnos con el mismo Cristo, Dios y hombre, es el paso fundamental que abre la puerta a todo lo que viene después. El Señor llega, de repente, estando en oración, y se nota en todos los sentidos. Estar ante Él y, sin previo aviso, cuando Él quiere y como Él quiere, sentir su presencia de fuego abrasando el corazón que le adora y le espera con ansias de amor, es algo que marca de por vida y no se puede olvidar.

Al terminar este verano tuve una experiencia de este tipo. Estábamos unidos tres orantes y adoradores. Habíamos tenido un día completo a más no poder. Dicho día lo teníamos reservado junto al siguiente para estar en oración. Dos días de retiro que esperábamos con muchas ganas desde el final de curso, al terminar las clases en la universidad. Gozábamos con el corazón puesto en Dios. Nos faltaba terminar con un rato de oración durante la noche en adoración eucarística. Dejamos hablar al silencio. Nos apoyamos en la compañía de unos textos que nos ayudan a afianzarnos en la necesidad de la oración, a saborear de modo singular la presencia especialísima de Dios en la noche, y a acrecentar más aún si cabe, el fruto de una conversación espiritual vivida, dialogada y meditada durante todo el día y que presentamos de noche a Jesús Eucaristía. Es lo que hacemos siempre que nos reunimos. Hablar de nuestra vida ante la presencia de Cristo expuesto en la custodia. En esta vivencia el silencio es clave. Y la vigilancia ayuda más de lo que uno se puede imaginar. La espera gozosa, la fe que crece y el amor que arde, abren la puerta a un paso muy especial de Dios por nuestras vidas. Lo que vivimos por dentro y por fuera queda entre nosotros y El que nos visita, Aquel que un día nos pone en el camino, cuando más luce el Sol, en la celebración de la eucaristía, y muchas noches nos espera para estar con Él.

Todo termina con su paso real por nuestras almas al llegar la bendición. Los corazones abiertos de par en par dejan que se consuma todo lo vivido, orado y presentado en la hora larga que pasamos los tres, en vigilia, en espera, en contemplación. Todo es paso de Dios tras buscar unos días de retiro para estar con Él, sobre todo de noche, y haciendo juntos un camino de fe. Entonces, en el centro y mitad del encuentro, al terminar un día y comenzar el otro, en medio de la noche, con la luz de la fe que inunda nuestras almas, y con muchas ganas de darnos del todo a Dios, llega el momento tan esperado: nadie nos mira salvo Jesús Eucaristía, el Enemigo no se atreve a aparecer, y todo está sosegado por dentro y por fuera de nuestro ser mientras los bienes y deleites del Espíritu nos hacen gozar, en lo más profundo de nuestro corazón, al modo que describe San Juan de la Cruz al concluir su Cántico espiritual:

Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
y el cerco sosegaba,
y la caballería
a vista de las aguas descendía
(Cántico espiritual 40).

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