Corazón de Jesús, del Hijo del eterno Padre

El manto del Padre
Ilustración: Marko I. Rupnik – El manto del Padre: las dos «manos del Padre»

Pablo Cervera Barranco | La primera letanía al Corazón de Jesús nos viene de la eternidad y nos quiere insertar en ella. «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7): son palabras que salen, desde toda la eternidad, de la boca del Padre hacia el que, en el tiempo, será Jesús, Salvador de los hombres.

En el Antiguo Testamento Dios habló por los profetas. Ahora, en el Nuevo, su Palabra será su Hijo, su persona, su vida, sus enseñanzas (Heb 1, 1-5). Los profetas, los ángeles… quedan muy por debajo. Ninguno de ellos escuchó las palabras citadas del salmo, sólo el Hijo. Y en Él nos dijo todo lo que nos tenía que decir y se quedó como mudo (San Juan de la Cruz, Subida Monte Carmelo, libro II, cap. 22). Nunca se podrá decir que Dios calla o hablar del silencio de Dios: el Padre eterno, «Alfa y Omega» (Ap 1,8), «principio y fin» (Ap 21,6), que «vive por los siglos de los siglos» ha proferido a su Palabra eterna, su Hijo, aquel por quien les Padre desde toda la eternidad y con la colaboración de María se ha hecho carne. Bastará que nos volvamos una y otra vez a este Hijo, a Dios con corazón humano, para que sepamos que Dios nos habla de modo vivo porque Él está «vivo para siempre y para interceder por nosotros» (Heb 7-24-25).

La encarnación supone nuestro acceso, a través de Cristo, al Dios insondable, a la Trinidad Santísima, al Padre. Es la mayor «genialidad» que Dios pudo tener para con nosotros: hacerse a nosotros, a nuestro modo humano, para que nosotros nos hiciésemos a Él, accediéramos a Él. Dios, que «habita una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), ha querido abrazar el corazón humano de un hombre, Jesús. Y por Jesús, el Padre se acerca a nosotros: «por Cristo, con Él y Él» no es el final retórico o mecánico de las oraciones litúrgicas, sino el acceso cristológico que el Padre nos ha dado en su Hijo pontífice (=pontifex, puente que une dos orillas, Dios y los hombres).

La filiación divina de Jesús la revelan todos los evangelios: se dirige al Padre de modo inaudito para los hombres: «Abbá» (Mc 14,36). Se presenta como el «Hijo unigénito de Dios» (Jn 3,16), que hace la voluntad del Padre (Heb 10,5-9), unido e inmanente al Padre (Jn 6,57; 8,16).

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