Traspasado por una lanza

| La palabra final de Cristo en la tierra es: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). Es el final. No hay amor más grande. La máxima gloria de Cristo es la gloria de amar. Esta es su verdadera conquista. Y «entrega el Espíritu» (Jn 19,30). Es una expresión enigmática, que no se suele decir de un hombre que muere, y que expresa que derrama sobre el mundo ese perfume que había aspirado durante toda la Pasión: Cristo ahora lo da, lo espira. No sólo es que expira, que muere, sino que la docilidad total al Padre, su obediencia amorosa nos hace descubrir ahora ese tesoro. Ese tesoro en los versículos siguientes queda incluso más claro.
La escena de la lanzada es para personas que se adentren, con mirada contemplativa, en la definitiva y total manifestación del Don de Dios. Por eso, en san Juan es como el culmen de la revelación. Todo el evangelio de san Juan es la revelación de Jesucristo como Hijo de Dios. Ahora, en esta escena de la lanzada, el Hijo único, el que estaba junto al Padre, al que nadie ha visto nunca, nos lo va a revelar de modo pleno dejándose abrir el corazón que es lo más interno, el costado, lo más interior de la persona, para entrar en el insondable abismo de Dios.
«Los judíos como era el día de la preparación para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado, que era un día solemne, rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retirara» (Jn 19,31).
Se trata como de darles el golpe de gracia por si todavía quedaba algo de vida en ellos.
«Fueron pues los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él, pero al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,32-34).
Esta es una escena con una concentración de detalles, con una carga simbólica muy notable (Cf. E. GLOTIN, El corazón de Cristo, signo de salvación (Ed. Apostolado de la Oración, Madrid 1998). Es el punto culminante donde san Juan nos hace ver el signo escatológico. Los signos, en san Juan, son los milagros hasta el último que es la resurrección de Lázaro. Pues bien, este momento es signo último, signo definitivo, englobante de todos ellos. Aquí Cristo va a manifestar plenamente su Gloria. Y la Gloria es la manifestación de la Bondad de Dios.
Pocas páginas del Evangelio, a lo largo de los siglos, han atraído tanto la atención de los místicos, de los escritores espirituales y de los teólogos como el pasaje del evangelio de san Juan que narra la muerte gloriosa de Cristo y el traspaso del costado (cf. Jn 19,23-37). En esa página se inspira la invocación de esta letanía.
«En el Corazón traspasado contemplamos la obediencia filial de Jesús al Padre, cuya misión llevó a cumplimiento con valentía (cf. Jn 19,30) y su amor fraterno hacia los hombres, a quienes Él “amó hasta el extremo” (Jn 13,1), es decir, hasta el extremo sacrificio de sí mismo. El Corazón traspasado de Jesús es el signo de la totalidad de este amor en dirección vertical y horizontal, como los dos brazos de la cruz.
El Corazón traspasado es también el símbolo de la vida nueva, dada a los hombres mediante el Espíritu y los sacramentos. En cuanto el soldado le dio el golpe de gracia, del costado herido de Cristo “salió sangre y agua” (Jn 19,34)» (JUAN PABLO II, Ángelus, 30 de julio, 1989).
De ese Vaso de alabastro precioso que es la Humanidad de Cristo, de esa Roca golpeada por la lanza del centurión romano, que la tradición llama Longinos, de ese Templo, de su lado derecho, brotan sangre y agua. Esto es lo que suscita la reacción de asombro del testigo y por eso el versículo siguiente es tan machacón. «Pero al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Fijémonos que el ya muerto es herido ulteriormente y él, antes de que se presente resucitado, las apariciones, etc., está dando vida porque la sangre y el agua son la sede de la vida. Ciertamente, habrá explicaciones de tipo anatómico para que ello suceda pero la mirada del discípulo amado, la mirada del creyente que está al pie de ese crucificado descubre anticipadamente la unidad del misterio, lo que nosotros llamamos el misterio pascual: el misterio de muerte y resurrección, está aquí, en este costado abierto del que brotan sangre y agua.
«El que lo vio lo atestigua, su testimonio es válido y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán hueso alguno”» —referido a las prescripciones respecto al cordero pascual y—, «mirarán al que traspasaron» (Jn 19,35-37).
Por eso san Juan está verificando aquí la profecía del libro de Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Zac 12,9ss). Esa es la mirada que la Iglesia continua realizando. Ha sido anunciada infaliblemente esa mirada al Corazón de Cristo que encauza, que focaliza hacia lo nuclear, de nuestra religión, de nuestro culto como expresión del amor de Dios que reclama en nosotros, espera y mendiga una respuesta de amor. Eso es la consagración, eso es la reparación, un amor perdonador, y una mirada que además trae siempre frutos de salvación. Los que miraban a la serpiente que Moisés levantó en el desierto quedaban curados de sus picaduras. Los que miran al Corazón de Cristo quedan sanados de sus dolencias, de sus pecados. De este Corazón brota sangre y agua: es la fecundidad del sacrificio redentor. De un muerto brota la vida. Es lo que Orígenes, uno de los Padres de la Iglesia, descubría en este texto y quedaba asombrado por el hecho de que de un muerto brota la vida.