La trascendencia en tiempos difíciles
, Diácono permanente | Hace unos días volví a releer las Confesiones de San Agustín (BAC 201) y en la presentación de las mismas, el P. Pedro Rubio, afirma que estamos viviendo otra vez tiempos agustinianos: “Tiempos de decadencias imperiales y de desencantos políticos. De dualismos maniqueos y de humanismos pelagianos. De sectarismos donatistas y de escepticismos académicos. Tiempos de muchos ruidos y de poco silencio. De muchas prisas y de poca interioridad. De muchas instancias confusas y de pocas referencias transcendentes.”
Supongo que nadie es ajeno a los momentos que me atrevo a calificar cuanto menos de delicados que nos está tocando vivir. En apenas unos años hemos pasado por una epidemia que se cebó en los más frágiles, un volcán en la isla de La Palma, inundaciones en el este de España, y por si fuera poco una invasión en Ucrania, que nos ha traído como consecuencia una grave crisis internacional, por no hablar de la tan temida inflación de los precios, que nos está haciendo cada día un poco más pobres a todos.
Es cierto que vivimos momentos político-sociales difíciles, parecidos a los del siglo V: con caída de imperios (desmembración de la antigua URSS), con un creciente desencanto político (los ciudadanos cada vez estamos más desengañados con la llamada “casta política”), una desilusión que está llevando a Europa a la aparición de partidos radicalizados, por no hablar de la existencia de sectas que intentan suplir la relación trascendente del hombre con el Creador, o el creciente sincretismo religioso que lleva al individuo a crear su propia religión: “yo sí creo, pero a mi manera”
Sin duda, muchos de los problemas existentes actualmente han sido de alguna forma provocados por el hombre. La ambición de poder, el ansía de amasar más riquezas, o la idea de creerse superior al resto de nuestros semejantes, han llevado a situaciones de verdaderas injusticias sociales. En mi opinión creo que estas injusticias son intrínsecas al ser humano, por lo que no es de extrañar que con el paso de los siglos la humanidad siga cayendo en los mismos errores y por lo tanto provocando las mismas consecuencias para el ser humano.
Pero de las afirmaciones tan contundentes del P. Rubio la que sin duda más me ha impactado es: “Vivimos Tiempos de muchos ruidos y de poco silencio. De muchas prisas y de poca interioridad. De muchas instancias confusas y de pocas referencias transcendentes.” Creo que estas palabras recogen el momento que estamos viviendo las personas en relación con la trascendencia, en la relación entre lo humano y lo divino.
Mucho ruido, poco silencio, muchas prisas y poca interioridad. No cabe duda que nuestro país lamentablemente tiene fama de ser uno de los más ruidosos del mundo. Quizás no nos damos cuenta de ello, porque el ruido forma parte de nuestra vida cotidiana. Y todo ese bullicio nos envuelve de tal forma que no permite que atendamos a nuestro corazón. Y esto de alguna forma impide que escuchemos a Dios. Porque para poder hablar a Dios, para oír en nuestro corazón que nos dice a cada uno de nosotros, necesitamos el silencio, la calma y sobre todo estar dispuesto a dedicar tiempo a esta relación paterno-filial.
El ser humano, poco a poco ha ido alejándose de esa relación con la trascendencia. Una relación que es uno de los pilares del ser humano. Porque si bien no elegimos donde nacemos, ni a nuestros familiares, sí somos libres para elegir nuestros amigos, a nuestra pareja, y lo somos también para mantener esa relación con Dios. Una relación que es intima, personal y totalmente voluntaria. Porque Dios nos ha dado la suficiente libertad para que seamos nosotros los que nos abramos a Él. Y Jesucristo nos enseñó cómo podemos dirigirnos a Padre: a través de la oración. Y esa relación tan íntima entre el hombre y su creador, ese orar, precisa de silencio. “Cuando vayas a orar, entre en tu aposento y, después de cerrar la puerta ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt6,5-6). Pero Jesús también nos invita a que nuestra oración sea comunitaria: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).
Es necesario que no perdamos la relación con Dios, por muy difíciles que sean los tiempos, por más ruidos o distracciones cotidianas que nos acosen diariamente. Que dediquemos un tiempo diario a esta relación paterno-filial. Pero esta relación no depende de Dios, sino de cada uno de nosotros. Porque esta relación está basada en la FE. Y fe no es creer en aquello que no vemos. Fe, es “la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último a su vida” (CIC 26). El ser humano está hecho para vivir en comunión con Dios, en quien encuentra toda su dicha. Por lo tanto a pesar de las dificultades, a pesar de las prisas y los ruidos, debemos esforzarnos en mantener una constante relación con Dios. Debemos dar respuesta a la llamada del Señor, una llamada personal, directa a cada uno de nosotros. Porque si no atendemos a su llamada, si no dejamos que inunde con su amor nuestro corazón, estaremos abocados a que nuestro corazón se llene de cosas inútiles. No dejemos que el ruido y las prisas nos alejen de Dios y respondamos a su Amor con nuestro amor a él.