Renovar la consagración en el Espíritu que ha suscitado la Vida Consagrada (III)
La parálisis de la esperanza es la costumbre, la rutina. Los pueblos que no conocieron la esperanza no tuvieron historia, vivían en un universo cerrado, en el que se repetían las mismas cosas constantemente. Sin principio ni fin, la vida era un girar eterno, sobre el mismo eje. Faltaba la esperanza. La esperanza es un descubrimiento del pueblo que creyó en una tierra nueva, unos cielos nuevos, que salió de la esclavitud para ir en busca de una tierra prometida donde manase la leche y la miel, donde la justicia fuera posible, donde el hermano fuese responsable del hermano, una tierra en la que Dios habitase en medio de los hombres. El pueblo de la esperanza creyó que el Espíritu de Dios es creador, que dijo y las cosas existieron, que es llevado de la mano de Dios y que su Espíritu no le abandona… Los pueblos sin Dios fueron pueblos sin esperanza.
Los hombres de fe volvemos muchas veces a esa situación, a la de los hombres que viven sin esperanza y entonces, paralizada la esperanza, se resiste también la fe a caminar sola. Es un imposible porque lo que le hace a la fe echar hacia delante es precisamente la esperanza.
Dejamos muchas veces de caminar porque nos falta la esperanza. Y el camino deja de existir, se transforma en un Tío Vivo, en un viaje sin comienzo y sin punto de llegada. Todos nos reconocemos en esta estampa fiel de nuestra infancia: montados en un caballito de madera, pintado de claros y fuertes colores, brillante. Caballo alazán, caballo cuatralbo, negro azabache… Nos vemos saludando a nuestros padres o a nuestros hermanos mayores, marcando este saludo cada vuelta, cada nueva vuelta de este viaje a ninguna parte. Agarraditos a la barra de metal que atraviesa al animal, suspendido entre el techo de lona y el suelo de madera desgastada. La música, la inmortal música de los caballitos de entonces ahora sustituida por cualquiera del momento.
Un día, en el que se puso punto final a aquellos viajes, me bajé del caballito en el que estaba, me subí a otro y a otro, anduve resistiendo las débiles fuerzas adversas al equilibrio necesario para andar, conseguí alertar a mis padres, que me regañaban, con palabras que escuchaba de modo intermitente porque el viaje seguía su itinerario circular, molesto el dueño que me gritaba impaciente…Yo me recuerdo mirando la feria desde ahí y deseando concluir un viaje que ya había perdido toda su pasión infantil. Nunca más quise montar en un Tío Vivo.
Y, sin embargo, cuantas veces volvemos a él haciendo de nuestra vida un vulgar viaje circular sobre mi persona, sobre lo conocido que me da tanta seguridad, sobre la repetición sistemática de lo que me afirma y asegura en el aquí y ahora. Sin querer caminar, sin el esfuerzo de un cambio, sin el coraje de una conversión verdadera. Volviendo siempre a lo más fácil, a lo más cómodo, a las cuatro cosas aprendidas que no quiero cuestionar ni que nadie me cuestione. Volvemos al mundo antiguo, al mundo sin esperanza. El cristianismo abrió todos los caminos cerrados, todas las comunicaciones, fue la vía de una intensa relación, de infinitas relaciones.
Podríamos meditar un pasaje evangélico referido a un joven: El joven rico. Y otro más dirigido a los hombres de cierta edad: la adúltera. Tanto en uno como en el otro el hombre vuelve, ¡tras el encuentro vivo con Jesús!, a sus viejas costumbres. No se les reconoce ya en el camino y con el Camino, han quedado perdidos en aquél instante del que tenemos noticia, después se han ocultado entre los bastidores o han desaparecido oscuramente tras una esquina, sin volver jamás a aparecer.
La parálisis de la caridad es la indiferencia. El Espíritu abre los ojos al hombre hasta ver y no poder no ver y así el Espíritu nos hace reconocer quién es mi prójimo y me lleva a amarle. No es el odio lo contrario a la caridad, es la indiferencia que es un modo de anular, de matar al hombre que está junto a mí. La indiferencia hacia el hombre es un modo de decirle que hay muchas cosas que roban nuestro interés antes que él si no quiere decir que no tiene ninguno y que su existencia no tiene para nosotros ningún significado.
El cristiano, el consagrado, es el hombre de la deferencia: da paso al otro, al que considera hermano, en el que ve a Jesús, por el que viene Él a visitarnos y acompañaros, en el que habita el Espíritu. El consagrado ha hecho de esto su vida entera, como Juan se orilla para que pase él al lugar que le corresponde, y sirve al hombre porque en él está vivo el resucitado. “Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estaba desnudo y me vestiste, encarcelado y me visitaste…” Curiosamente nos harán pasar al banquete final siempre que nosotros hayamos dejado el primer puesto a los otros, a los más débiles.
Cuando la Vida Consagrada deje de ver al hombre y sólo se contemple a sí misma y en sí misma tenga su satisfacción, cuando no luche por la paz y la justicia y defienda los derechos del pobre sino que se ponga del lugar de los fuertes y poderosos de este mundo, cuando se salte al hombre porque es más importante la ley y el sábado y el templo y las normas y preceptos y las instituciones y las reglas… habrá perdido su razón de ser en el mundo y en la Iglesia.
La fuerza del Espíritu nos empuja a estar al lado de nuestros hermanos, a luchar por sus causas siempre que sean las de Jesús y el Evangelio, las del Reino y su justicia, el Espíritu da una fortaleza que no mira raza ni color ni lengua, ni edad ni condición social… El Espíritu deja la llama de un amor tan grande que nos hace olvidarnos de nosotros mismos para darnos al otro, el que está en primer lugar. Sólo el amor puede poner al otro en el lugar preferente y sólo ese amor es fruto del Espíritu.
Podríamos meditar el texto del Buen Samaritano. La pregunta del maestro de la Ley sobre quién es el prójimo nos recuerda a aquella primera pregunta ¿Qué tengo yo que ver con mi hermano? Jesús lo ha dejado muy claro, ha dado la respuesta a la pregunta antigua que quedó abierta. La misericordia será el signo del Espíritu que nos llevará a cargar en nuestra propia cabalgadura a todo hombre encontrado en el camino.