Pastor de Israel (I)
, Misionero comboniano
“Guiaste en tu bondad al pueblo rescatado. Tu poder los condujo a tu santa morada. Lo oyeron los pueblos y se turbaron, dolor como de parto en Filistea. Los príncipes de Edom se estremecieron…” (Éx 15,13-18).
A lo largo de este inigualable himno de gratitud y alabanza del pueblo santo hacia su Dios, vemos cómo los israelitas, que apenas unos días atrás eran esclavos, cantan, con distintos rasgos y matices, la gran epopeya de su liberación. Cantan el haber sido, primero mirados, y después recogidos por Dios en su mano; y cantan también, el haberse sentido acompañados en todos y cada uno de sus pasos hacia la libertad.
Es bajo este contexto que sondeamos este versículo que encabeza nuestra reflexión catequética. Israel no ha sido rescatado para ser abandonado después a su suerte en el desierto, algo así como si tuviese que arreglárselas por sí mismo hasta encontrar un lugar habitable donde asentarse. Si así fuera, podríamos afirmar que más les hubiese valido a estos hombres continuar esclavos en Egipto, que lanzarse a una especie de aventura suicida en un desierto inhóspito. De hecho, cuando la dureza de su caminar les golpea tan duramente que los ánimos de los que han sido liberados flaquean, sus corazones se vuelven hacia Egipto con nostalgia. Oigamos una de las muchas protestas que tuvieron que soportar Moisés y Aarón: “… ¿Por qué habéis traído la asamblea de Yahvé a este desierto, para que muramos en él nosotros y nuestros ganados? ¿Por qué nos habéis subido de Egipto, para traernos a este lugar pésimo…?” (Nm 20,4-5).
Existe, sí, el desánimo, la tentación, la debilidad, que llevan al pueblo a protestar y a murmurar. Sin embargo, por encima de todo ello, existe la imborrable experiencia de que aquel que les sacó de Egipto, Dios, no les ha dejado solos nunca en las penalidades de su marcha: a pesar de todas las precariedades que sufren, saben que Dios está con ellos, que es su Pastor y que, como tal, les guía y conduce con entrañas de misericordia.
Es justamente esta experiencia la base y fundamento de su confianza en Él; Dios es para ellos como una Roca inamovible incrustada en su historia. Es tal la fortaleza que el pueblo va adquiriendo a lo largo de su continuo y progresivo conocimiento de Dios, que da lugar a una de las vertientes más ricas de su espiritualidad y, por ende, de la espiritualidad cristiana: Dios, Pastor de su pueblo. Lo es porque lo ha rescatado de la esclavitud, ha hecho portentos en su salida de Egipto y, fiel a su Palabra, como apartando sus ojos y oídos de sus continuas transgresiones, les ha guiado, conducido, a la tierra prometida. Tierra a la que los israelitas le dan un nombre entrañable: “La Santa Morada de Dios”.
De esta figura de Dios como Pastor de Israel está lleno todo el Antiguo Testamento. Sus referencias son múltiples y variadas, y podríamos decir que rivalizan unas con otras para ver cuál de ellas destaca y sobresale sobre las demás en belleza y profundidad.
De hecho, si nos acercamos a alguna de ellas, despiertan en nosotros sentimientos difíciles de expresar por la ternura y delicadeza de las que están revestidas. Oigamos, por ejemplo, esta súplica del salmista a Dios en una etapa histórica en la que Israel vuelve a ser cautivo, esta vez en Babilonia. El salmista insta a Dios a que, de la misma forma que fue Pastor de su pueblo sacándole de Egipto y guiándole hasta la tierra prometida, vuelva nuevamente a pastorearlos desde Babilonia a Jerusalén: “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño, tú que estás sentado entre querubines, resplandece ante Efraín, Benjamín y Manasés; ¡despierta tu poder, y ven a salvarnos! ¡Oh Dios, haznos volver, que brille tu rostro para que seamos salvos!” (Sl 80,1-4).
Todas estas experiencias de Israel son como una preparación a la Encarnación del Hijo de Dios, el Buen Pastor que nos guía y conduce a la vida en abundancia que brota del seno del Padre: “Yo he venido para que tengáis vida y la tengáis en abundancia” (Jn 10,10b).
El autor nos presenta ahora un nuevo matiz de la experiencia de fe que Israel va adquiriendo primeramente a lo largo de su marcha por el desierto, y que se hará más y más densa a partir de la conquista de la tierra prometida. Hablamos de una experiencia de protección por parte de Dios, que implica una derrota tras otra de sus enemigos.
El “huyamos ante Israel porque Yahvé pelea por ellos…” gritado angustiosamente por los egipcios ante la avalancha de aguas del mar Rojo que les sepultaron, es repetido de múltiples y variadas maneras por los ejércitos y habitantes de los pueblos que intentaron hacer frente a su entrada en Canaán. Recordemos, por ejemplo, las palabras que Rajab dirigió a los emisarios que Josué había enviado con el fin de explorar la región de Jericó: “Ya sé que Yahvé os ha dado la tierra, que nos habéis aterrorizado y que todos los habitantes de esta región han temblado ante vosotros” (Jos 2,9).
Dios: protector y defensor de Israel. He ahí uno de los memoriales indelebles que, como he dicho, conforman y configuran la fe del pueblo santo. Al ser memoriales, se afianzan con fuerza en el corazón de los que son sus testigos. Éstos, a su vez, los transmiten catequéticamente a sus hijos, los cuales se sienten impulsados a vivir su fe apoyándose no en palabras vacías sino en hechos concretos, con fechas y personas concretas, con sus nombres propios. Experiencia, pues, de fe que trasciende por completo lo que podríamos llamar el mundo de las fantasías o leyendas populares.
Israel sabe, conoce su elección; mira a su alrededor y es consciente de que ha recibido dones y gracias de parte de Dios de los que puede enorgullecerse; dones acerca de los cuales los demás pueblos no pueden alardear porque sus dioses no han podido hacer nada por ellos. De ahí la abundancia de confesiones de fe que encontramos en los textos sagrados: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que lo invocamos?” (Dt 4,7).
Lo realmente grandioso con respecto a lo que estamos diciendo, es que “el estar de Dios con su pueblo” asistiéndole y protegiéndole no es algo que Israel recuerde en sus celebraciones litúrgicas como unas meras hazañas del pasado. El pueblo santo no vive de recuerdos sino de acontecimientos salvíficos, que son una constante a lo largo de toda su historia; digamos que tiene conciencia de que Dios nunca ha dejado de actuar en su favor, y eso es lo que celebra.
En este sentido podemos poner nuestros ojos en el salmo 124 que, aunque atribuido a David, bien podría ser firmado por todos y cada uno de los israelitas que fueron rescatados de Egipto, o los que fueron testigos de la conquista de la tierra prometida; por supuesto que también de los que salieron de la cautividad de Babilonia cantando y exultando de gozo… No hubo generación que no pudiese cantar y confesar su fe con estas palabras: “Si el Señor no hubiera estado por nosotros -que lo diga Israel- si el Señor no hubiera estado por nosotros, cuando contra nosotros se alzaron los hombres, nos habrían tragado vivos…” (Sl 124,1-3…).
Si Dios no hubiera estado de nuestra parte, ¿dónde estaríamos?, ¿qué sería de nosotros? Israel necesita imperiosamente bendecir a Dios, quien no se avergüenza de su pueblo por más que no pocas veces sus rebeldías están a punto de colmar su paciencia. Por eso, porque Dios es compasivo y misericordioso, porque está con ellos, Israel le bendice, como podemos ver en la continuación del salmo anterior. “¡Bendito sea Yahvé que no nos hizo presa de sus dientes! Nuestra alma como un pájaro escapó del lazo los cazadores, la trampa se rompió y escapamos…” (Sl 124,6-7).