Matrimonios cristianos: Testigos del amor de Dios

Pareja

Luis Losada Pescador (artículo recuperado del número 102 de la revista)

Para la Iglesia el matrimonio es algo más

Para afirmar que la familia es la célula básica de la sociedad, lugar privilegiado de socialización y organización social natural, no hace falta estar revestido de la luz de la fe. Basta con reconocer la realidad. La misma que nos hace reconocer al matrimonio formado por un hombre y una mujer como la institución que permite el despliegue de la comunión y el desarrollo pleno de los esposos.

Para quienes profesamos la fe en Cristo, Rey y Salvador, el matrimonio no es sólo un compromiso que nos hace felices, sino la encarnación de la Alianza de Amor de Cristo con los hombres. Un escándalo para los gentiles de todos los tiempos. Dios, se abaja a la humanidad y establece una alianza de Amor tan fuerte con los hombres que llega a la Encarnación. Dios se hace carne como los esposos se unen en una sola carne.

No se trata de una alianza estratégica. Los esposos no se unen para compartir la hipoteca ni la custodia de los hijos. Se unen en un amor que refleja el amor de Dios. Un Amor fuerte como la muerte que las grandes aguas no podrán anegar, apunta el Cantar de los Cantares.

Por eso el matrimonio cristiano no consiste en un amor fiel con compromiso de durabilidad. Es el mismo reflejo del amor de Dios a los hombres. Es el grito de esperanza de que el Amor sea posible frente a un mundo asqueado de intereses y contraprestaciones.

La contabilidad nos enseña que el debe exige el haber y el activo, el pasivo. En cambio, la entrega matrimonial no exige contraprestaciones, pero genera fecundidad.

Los intereses tienen las patas cortas. Sólo el amor es capaz de germinar y convertir el agua en vino. Y nosotros, los matrimonios cristianos, somos testigos vivos del amor de Dios. Un amor hecho carne en nosotros. ¿Nosotros? ¿Con nuestra ‘poca cosa’? Sí. Dios escribe milagros sobre mediocridades y se vale de hombres y mujeres para manifestarle al mundo el Amor que nunca acaba. ¡Menuda responsabilidad!

El hombre es creado a imagen de Dios y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios; es semejante a Dios en la medida en que ama, señalaba en mayo de 2005 el Papa Benedicto XVI.

No deja de sorprenderme que la primera aparición pública de Cristo fuese en una boda

Y el milagro no fue la curación del enfermo, sino la conversión del agua en vino. ¡Que no decaiga la fiesta! Porque la fiesta del matrimonio no es una fiesta pagana. Festejamos el amor humano reflejo del amor divino. Celebramos que el Amor es posible, que la Esperanza ha llegado. Cuando el mundo se oscurece, cuando la noche se hace cerrada, las guerras, el hambre, el egoísmo y la impiedad acechan, un hombre y una mujer conjuran Amor eterno. ¿Hay algo más fuerte? Todo un ‘pelotazo’ de Esperanza. Desde esta óptica, no es extraño que Cristo dedicara todos sus esfuerzos a celebrar el matrimonio ‘como Dios manda’.

Por supuesto, el camino de la espiritualidad matrimonial está plagado de dificultades, incomprensiones, miedos y hasta angustias. Pero sólo seremos capaces de superarlas si lo entendemos a la luz de una entrega total hasta la muerte. Sin reservas. Hasta la última gota de sangre. Asumiendo la muerte del “yo” anterior. Porque todo matrimonio es una “muerte” del “yo” individual para encarar la “vida” de un futuro unidos por amor. O dicho de otra manera: el matrimonio es un “negocio” en el que se va a perder. No es una relación para completar nuestras necesidades. Es un negocio de pérdida. Lo damos todo sin esperar nada a cambio. Una estupidez humana. Un escándalo como la Cruz, pero tan fecundo como ésta.

Matar al “yo” para alumbrar el “nosotros” no es fácil. Pero la aventura no resulta satisfactoria si mantenemos el espejo retrovisor. A los que miran al pasado, la vida les convierte en estatuas de sal. El Duc in Altum es un llamado esperanzador para los matrimonios cristianos: Adelante, no temáis, quemad el pasado y mirad al futuro con Amor y Esperanza. El modelo, cómo no, es Cristo. Cristo esposo de la Iglesia, en Alianza eterna. Infalible e incombustible.

Llegados a este punto, ¿qué significa «casarse por la Iglesia»?

Obviamente no es elegir un templo bello ni permitir que el cura –testigo cualificado- organice nuestra boda. Significa invitar a Dios no sólo a nuestra boda, sino a nuestra vida, a nuestro proyecto vital. Eso significa asumir que nuestro amor humano es reflejo del amor divino y ha sido querido por Dios desde la eternidad. Pero también asumir que el reto nos supera –en mucho- nuestras capacidades humanas. “Con una sola persona para siempre y bajo toda circunstancia” es demasiado para una sola espalda.

Por eso es importante que la espiritualidad matrimonial se viva en comunidad. Las monjas hablan de “hacer espaldas”. Porque apoyándome en tu espalda y tú en la mía, podemos levantarnos juntos. Creo que es una buena parábola del matrimonio. Y nuestras espaldas junto a las de otras espaldas de nuestra comunidad. La fe se vive en comunidad; y la espiritualidad matrimonial, también. Por el contrario, las puertas cerradas achican el corazón, las perspectivas y el horizonte.

De esta apertura del amor del matrimonio se deriva la fecundidad del matrimonio. Puede que no sea fértil, pero será fecundo en obras de amor. Y si Dios bendice con la maternidad y paternidad, los hijos deberán ser acogidos como el mayor regalo del Creador, prioridad máxima del matrimonio. Porque sólo siendo buenos padres podrán entender el significado del Padre Nuestro, Abba, papá. ¿Te supera el reto? ¡Déjate querer!

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