La virginidad consagrada (II)

Pintura sacra

Juan Antonio Testón Turiel, Presbítero | La Iglesia siempre tuvo un especial cariño y afecto por la virginidad consagrada. Especialmente lo podemos constatar en toda la antigüedad cristiana. Ya el propio san Pablo la recomienda como un estado superior de la vida espiritual, pero no lo impone para todo el mundo. Incluso, ciertas tendencias heréticas pretendieron proponer la virginidad como único modo de vivir el cristianismo en su plenitud. Pero lo cierto es que la Iglesia, en su infinita sabiduría espiritual, afirmó que el matrimonio era también un camino de santidad y que los casados podían recibir el bautismo y vivir el cristianismo. De este modo, la mejor comprensión de la virginidad cristiana ayudó a iluminar la propia vida matrimonial; el propio Clemente de Alejandría llegó a defender la vida matrimonial. Al revalorizar y colocar en su justo lugar la vida matrimonial, se revalorizaron las realidades creadas, la corporalidad y con ello la historicidad del propio ser humano. Así se pudieron evitar las posibles desviaciones espirituales y penitenciales, que en diversas ocasiones se dieron en la vivencia virginal. De este modo, virginidad y matrimonio se iluminaron y complementaron.

La virginidad es una vivencia espiritual profundamente cristológica, que tiene en Cristo su verdadero modelo de vida, ya que él no contrajo matrimonio y vivió célibe. Se busca ser como Cristo en todos los aspectos: en su caridad, en su obediencia, en su fidelidad, en su castidad y en todos los aspectos de su actividad en la tierra. Solamente desde Cristo y asistidos por el Espíritu Santo se puede vivir este don de la virginidad. También es un don profundamente mariológico. La Virgen María se convierte en modelo de vida para todos aquellos que desean vivir el don de la virginidad consagrada. María supo, como nadie, vivir este don maravilloso. La virginidad se transformó en ella en realidad fecunda, cuyo fruto fue la concepción virginal de su hijo Jesucristo. Por todo lo cual, Cristo y María son los dos modelos virginales por excelencia del cristianismo.

La virginidad es un don de Dios, y como tal, exige que sea acogido con corazón gratuito. Es un regalo de Dios que no procede de la opción personal; es elección por parte de Cristo a algunos, a los cuales invita a un seguimiento cercano de su mismo estilo de vida. Solamente cuando se descubre el don gratuito de Dios se puede hacer la opción de vida por la virginidad consagrada. Por ello, es un don positivo que afirma la propia existencia, y no la negación de la propia vida. Solamente se puede comprender la virginidad desde el misterio de la esponsalidad con Cristo, vivida en el seno de la comunidad cristiana. Cristo se convierte en el lugar donde descansa todo el corazón del consagrado, y la comunidad el ámbito en donde el amor vivido en Cristo se prolonga hacía los demás. Ya sea en una comunidad cenobítica, o ya sea en medio del mundo, la virginidad tiene como fruto máximo la caridad hacía los hermanos. En la comunidad los referentes serán los hermanos y hermanas con los cuales se camina en la Iglesia; en el mundo la caridad se volcará sobre todas las necesidades de los hombres y mujeres, empezando por los más necesitados. Y los frutos serán la misericordia, la paz, el amor, la alegría, la piedad, la acogida, etc…

La virginidad no es opción de vida infecunda sino al contrario, la verdadera virginidad vivida desde Cristo engendra una vida, germen de la vida eterna. La virginidad fructifica en todo el arco maravilloso de las virtudes humanas y espirituales. Fructifica en la santidad de vida, que ilumina la vida del resto de los hombres, y mediante el testimonio conduce a la humanidad hacia el mismo Cristo. La virginidad fructifica en una vida nueva, que engendra hijos a la vida espiritual, que encontrarán la razón de su existencia y el camino de la verdadera salvación. A imagen de como María engendra a Cristo, el consagrado engendra a la vida espiritual a cientos de hermanos suyos. Su heroísmo de vida se asemejará a la entrega de los mártires, así virginidad y monaquismo se verán en la experiencia espiritual de la Iglesia como una forma de perpetuar la vertiente heroica y escatológica del martirio; así ante el mundo se asemejará el testimonio de vida del mártir con el testimonio de vida de la virgen y del monje.

Muchos hombres y mujeres han vivido el don de la virginidad a lo largo de los siglos. Ellos han fructificado espiritualmente en las diversas situaciones eclesiales en las que vivieron. Se convirtieron en la gran pléyade de hombres y mujeres que con su testimonio y su hacer diario transformaron y enriquecieron la Iglesia y el mundo, convirtiéndose en modelos de entrega y de consagración a Dios, confirmando en su vida el don recibido de Dios. De entre todos ellos, reconocemos las figuras de innumerables santos que vivieron el don de la virginidad consagrada: santa Columba, santa Florentina, santa Gertrudis, santa Irene, santa Leocadia, santa Eulalia, santa Margarita, santa Marina, etc…

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