Comentario al Veni Sancte Spiritus (X)

Flor

Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Las estrofas siguientes de la secuencia analizan esta acción del Espíritu que es purificadora y sanadora. El Espíritu purifica lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está herido, dobla lo que está rígido, calienta lo que está frio, endereza lo que está desviado. El obstáculo humano a la plenitud de la gracia de Dios tiene esos matices y puede expresarse con estos términos. No siempre son realidades diversas pues lo manchado es lo que es rígido al mismo tiempo y lo que es rígido es también lo que tiene características de frialdad y de desvío; lo que es suciedad es herida y la misma suciedad es frialdad y desvío.

Pero no solo significa esto sino que toda esta obra del Espíritu –que se llama fuego purificador, agua viva, calor vital y rectitud sin rigidez– se realiza en todos los niveles de la vida espiritual. En el grado en que la luz beatísima se nos comunica, en ese mismo instante nos ilumina porque toda comunicación del Espíritu trae consigo abundancia de inteligencia penetrante. Y lo que preferentemente ilumina es, junto con la presencia cierta y consoladora de la caridad de Dios que nos envuelve misteriosamente, el fondo de nuestra miseria. La luz beatísima pone al rojo vivo la conciencia de nuestra imperfección y de nuestro fondo junto con un deseo de purificación y con la confianza cierta de que Espíritu Santo la llevara a cabo.

Tan segura y confiada es la oración en el Espíritu que asume características de imperativo amoroso: purifica lo que está manchado, riega lo que está seco, sana lo que está herido. Manchado significa muchas cosas en general se refiere a la suciedad pero el termino latino de la secuencia es sórdido y muchas veces en nuestro lenguaje se llama sórdida particularmente a la avaricia, a la avidez del amor propio. Nosotros llevamos, dentro de nosotros, un poco de estas cosas: suciedad, avaricia, amor propio… Esta miseria nuestra nunca debe desconcertarnos ni llevarnos a perder el equilibrio, es una realidad. Su presencia o su manifestación va desvelándose en nuestra debilidad interior pero no debemos interpretarla como una frustración del plan divino sobre nuestras almas pues el Señor cuenta con todo ello. Cuando el Señor te ha escogido lo conocía ya, no es que se entere ahora de tus reacciones, de la realidad de tu pequeñez, de tu miseria, de tu corazón manchado… Todo esto no es ninguna sorpresa para El, ni queda maravillado por su existencia. Al contemplar tus debilidades no dice: ‘¡me has defraudado!’ o ‘¡no esperaba de ti tales sentimientos!’ Porque nuestras limitaciones y nuestras miserias como tales no frustran los planes de Dios.

Hoja

Podemos colaborar con el Señor en este trabajo de purificación, es más, debemos hacerlo con todas nuestras fuerzas. Hemos de colaborar en la purificación de nuestras avaricias, de nuestro amor propio, pero con paz. Sabiendo que la obra más que nuestra ha de ser del Espíritu Santo. Se trata de que vayamos deseándole, tratando sinceramente de conformarnos con El y dejar actuar sus impulsos sobre nuestra alma. Nosotros podemos –con términos muy humanos– barrer nuestra alma con nuestro trabajo o con los exámenes de conciencia, pero la acción del Espíritu se asemeja a fregar, a lavar con lejía o con detergente, a una purificación más radical que anhelamos y tanto más anhelamos cuanto más esa suciedad se nos escapaba.

Por otro lado su Presencia, la que nos ha venido de la luz del Espíritu, se hace insufrible aun para las impurezas humanamente pequeñas. El Espíritu Santo no es un don tranquilo. El primer signo infalible de su autenticidad es la de purificar dolorosamente al ser que invade. Donde hay Espíritu, allí hay purificación interior. No puede dejar reposado y sereno al hombre en su medianía, en su tibieza. Como fuego purificador asalta toda la roña de orgullo, impureza, sensualidad, egoísmo, avaricia, pereza, villanía del alma. Nuestra opacidad puede resistir y debatirse en su crisol pero si de verdad está el Espíritu Santo no le dejara en paz. Por tanto si hay impureza acogida, no molestada, y hasta justificada con maravillosas acrobacias dialécticas, entonces, no está ahí el fuego del Espíritu, la luz beatísima que llega hasta lo hondo del corazón.

Esta purificación suele operarse con frecuencia por medio de la acción desagradable de las pruebas interiores soportadas con fervor o al menos soportadas con solidez de la fe, porque el fervor mismo purifica ya el corazón de las faltas cotidianas inevitables que, por otro lado, nunca deben desanimarnos.

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