Arturo y el pastelero

Pasteles

Ana Isabel Carballo Vázquez | Cuentan que en la ciudad de Poitiers existía un hombre muy pobre llamado Arturo. Todos los días acudía a la puerta de una pastelería y allí esperaba delante del escaparate a que, por la buena fe de la gente, le regalaran un pedazo de pan. Pero eran muchos los que se quejaban al pastelero y le decían que echase de allí a aquel hombre que afeaba su tienda y que con su presencia se sentían intimidados a darle limosna.

El pastelero, por miedo a perder a su clientela, salió a la puerta montando en cólera:
– ¡Ya está bien! Todos los días vienes a mi pastelería e importunas a mis selectos clientes.
– Pero, señor, ¡si yo no les dirijo palabra que pueda molestarles!
– Ellos se sienten en la obligación de darte el bollo de pan para evitar así que te acerques a ellos y a sus hijos con esa ropa sucia y andrajosa que llevas.
– Yo no tengo dónde lavarme, ni ropa que vestirme y el pan de tu pastelería me ayuda a continuar cada día. Ellos son buenos y me lo dan porque quieren.
– No, no puede ser. Si quieres comer mi pan, tendrás que pagarlo.
– ¡Pero no tengo dinero!
– Pues vendrás a trabajar a las cinco de la mañana todos los días a mi pastelería y así pagarás tu pan.
– Le agradezco su oferta, señor, pero yo no sé hacer pan ni hacer pasteles. Su pastelería tendrá pérdidas conmigo.
– Tú vendrás mañana y yo ya me encargaré de que aprendas.

Así fue como el pobre Arturo, día tras día, fue aprendiendo el oficio de pastelero. Llegó a ser el repostero con más fama en aquel lugar y la gente que lo había tachado de piojoso y andrajoso nunca lo reconoció bajo ese mandil y gorro blanco impolutos como todos los recipientes que él mismo cuidaba con gran cariño, pues le habían dado la felicidad a su vida.

Una tarde de invierno llegó hasta la panadería un carpintero que, al ver el cuidado y esmero con que estaban hechos aquellos pasteles, se acercó al pastelero y le dijo:
– Buen hombre, ¿quién es el autor de estos exquisitos pasteles con sus formas tan bien talladas y moldeadas?
– Dejadme que os lo presente. Él es Arturo, mi más fiel aprendiz que rescaté de las calles.
– Buena obra, señor, mas yo quisiera llegar a un acuerdo con usted: tengo entre manos un trabajo muy importante, la construcción de las tallas del Altar Mayor de la catedral de Hamburgo. Al ver a su pastelero he sabido que él sería el mejor autor para esas figuras. Si usted me lo permitiera, yo lo llevaría conmigo y le pagaría el doble de lo que usted le paga.
– No puedo luchar contra esa oferta. Dejemos que el propio Arturo decida.
– Oh, mis buenos amigos, es una oferta tentadora, mas yo no sé tallar la madera, nunca seré digno para semejante obra, –dijo Arturo.
– Tú vendrás conmigo mañana a Hamburgo y yo me encargaré de que aprendas.

Así fue como Arturo, día tras día, fue aprendiendo el oficio de escultor. Sus tallas fueron alabadas por toda Europa y miles de personas se acercaban hasta la catedral para observar su talento.

Un día se allegó hasta la espléndida catedral un tejedor de Flandes que, al ver cómo creaba aquellas preciosas tallas, se acercó a Arturo y le dijo:
– Magnífico artista, tu obra es excelente y tu gusto prodigioso. Necesito un hombre capaz de dominar los colores y formas de las telas. Te ofreceré el triple de lo que ganas si te vienes conmigo a Flandes.
– Estoy agradecido por depositar su fe en mí, mas yo no tengo ningún conocimiento en la confección de las telas. No podría ayudarle.
– Mañana a las ocho en punto te recogeré y haré de ti el mejor tejedor de Flandes.

Y así fue como Arturo, día tras día, aprendió el oficio de tejedor y pronto sus telas eran vendidas por todo el mundo.

Al cabo de un tiempo, se acercaron al taller de tejidos unos alguaciles que buscaban al pobre Arturo como testigo en un juicio en Poitiers. Cuando Arturo llegó hasta el tribunal, se encontró ante un hombre triste, desahuciado y harapiento. Arturo pronto reconoció a aquel hombre. ¡Era el pastelero de Poitiers! al que acusaban de haber matado a un pobre que se presentaba todos los días ante el escaparate de su pastelería.
Cuando el juez le preguntó a Arturo qué tenía que decir en defensa del aquel hombre, este dijo:
– No, señor juez, este hombre no ha cometido ningún crimen, antes bien, ha dado vida. Ese pobre soy yo y este hombre me ha dado de comer, me ha vestido y me ha dado un hogar para vivir.
El juez, asombrado por la caridad de ese pastelero, le absolvió y mientras salían del juicio, el pastelero se acercó a Arturo y le preguntó:
– Arturo, ¿cuándo te he dado yo de comer, vestido y dado un hogar?
– Mi maestro pastelero, tú me enseñaste los secretos de la cocina con los que pude alimentarme; esto me llevó a trabajar la madera con la que hice mi hogar; y eso, al fin, me llevó a conocer el mundo de los tejidos con los que realicé los trajes con los que pude vestirme y nunca más pasar frío. Has confiado en mí y me diste una oportunidad, una nueva vida que pude aprovechar. Si tú no hubieses empezado con ese eslabón en la cadena de la caridad, yo seguiría mendigando un trozo de pan.

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