Misioneros y misioneras: gracias por vuestra vida

Misioneras

Francisco Castro, Diácono Permanente | Quiero desde esta sección rendir un merecido homenaje a los misioneros y misioneras de todo el mundo, aquellos que desde hace siglos han entregado su vida en favor de los demás, que han sido y son testimonio de unión entre FE y VIDA. Ellos que lo han dado todo incluso su propia vida, se merecen el reconocimiento universal por su labor, por su presencia allá donde muy pocos nos atreveríamos a estar y sobre todo por llevar a quien más lo necesita el mensaje del Evangelio.

Han pasado varias semanas desde que pudimos oír en distintas emisoras de radio y televisión las voces del Hermano Miguel Pajares miembro de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y de la Hermana Misionera Chantal Pascaline Mutwmene, pidiendo nuestra ayuda desde el Hospital de San José de Monrovia en Liberia. Hoy, ambos están muertos a causa del ébola, una enfermedad que a la mayoría de nosotros los habitantes del llamado primer mundo nos era totalmente desconocida o si acaso habíamos oído hablar de ella era en alguna película de temática apocalíptica. Pero que en cualquier caso no nos preocupaba lo más mínimo, porque el ébola no era nuestro problema, estaba demasiado lejos y además parecía que sólo afectaba a los habitantes del llamado tercer mundo.

Es a raíz de la repatriación del Hermano Miguel y de la Hermana Juliana Bonoha Bohé, cuando en nuestro país saltan las alarmas en algunos sectores de nuestra sociedad. De pronto surgen voces rechazando la vuelta a casa de un misionero que ha entregado toda su vida en favor de los demás, por miedo que traiga consigo el virus del ébola. Incluso se cuestiona quién debe hacerse cargo del coste del traslado, si el Estado o la Orden a la que pertenece, en una muestra más de hasta dónde puede llegar el egoísmo y la estulticia humana.

El Hermano Miguel y la Hermana Chantal al igual que otros miles de misioneros, han dedicado toda su vida a preocuparse por los más débiles, por aquellos a los que la sociedad en la que viven los ha abandonado a su suerte, poniendo su vida al servicio de los demás, entregando todo su amor en beneficio de los más necesitados, aunque este servicio ponga en riesgo sus vidas. No podemos permitir que el premio que reciban estos virtuosos del amor al prójimo por parte de nuestra sociedad sea una crítica injusta o un aislamiento por miedo a que nos traigan una enfermedad de difícil curación, sobre todo cuando disponemos de medios suficientes para que esto no ocurra.

Misión

Las nuevas tecnologías permiten comunicarnos desde cualquier parte del globo terráqueo de forma instantánea. Gracias a ellas pudimos oír las palabras del Hermano Miguel, exponiendo cuál era su situación personal días antes de su repatriación: “Estoy bastante flojo en baja forma, muy flojito. Aquí estamos estilo África. Aquí no corre el tiempo, aquí todo se va a hacer mañana, pero mañana nunca llega.”

La labor que realizan los misioneros y misioneras no se puede pagar con dinero, porque el amor no se puede comprar. Es gratuito, generoso y es compensado con el mismo amor que se recibe de los demás. Ese es el pago a tanta entrega: la gratitud. Por eso no es de justicia que se ponga en duda si debemos o no hacer todo lo posible por cualquier misionero o misionera para traerlo de nuevo a casa a que cure sus heridas o sus enfermedades. Pues como dice el slogan de una conocida ONG ‘sólo un ser humano puede cuidar de otro ser humano’. Y ahora nos toca a nosotros, a esta sociedad que se pasa la vida mirando para otro lado para no ver la realidad de las necesidades de otros semejantes, la que debe ser valiente y sobre todo agradecida por todo lo que hacen nuestros misioneros y misioneras por los seres humanos.

Como un pequeño homenaje a la Hermana Chantal, transcribo literalmente las palabras con las que explicó en el programa Pueblo de Dios, cuál era su labor en el Hospital en el que trabajaba: “Yo vivo aquí no solamente para dar la medicación e inyectar o defender el derecho del enfermo. También estoy para defender del trabajador que está sufriendo, sobre todo a los que no son grandes: los limpiadores. Soy supervisora de limpiador también. A todos los pequeños que están marginados yo estoy también para hablar por ellos”. Está claro que no sólo se dedicaba a cuidar enfermos, si no que se preocupaba por aquellos que eran más débiles defendiendo sus derechos. ¿Puede haber una misión más noble en la vida?

Para terminar, no puedo olvidarme del Hermano George Combey, fallecido también víctima del ébola y de aquellos profesionales y voluntarios que han optado por quedarse en Liberia cuidando a los enfermos. Pidamos a Dios por todos ellos, que les dé las fuerzas suficientes en su entrega generosa con sus congéneres y puedan recibir el pago que tan noble labor se merece.

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