Hacia el desierto con Dios (I)

Desierto

Antonio Pavía, Misionero comboniano

“Cuando el Faraón dejó salir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, aunque era el más corto; pues se dijo Dios: No sea que, al verse atacado, se arrepienta el pueblo y se vuelva a Egipto. Hizo Dios dar un rodeo al pueblo por el camino del desierto del mar de Suf. Los israelitas salieron bien equipados del país de Egipto… Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar de día y de noche…” (Éx 13,17-22).


Abordamos los primeros pasos del pueblo santo hacia la libertad. Un primer dato nos llama la atención. Israel inicia su salida de Egipto y nos encontramos con la primera sorpresa. Parece que Dios no tiene mucha prisa. En vez de conducirle, por medio de Moisés, por el camino más corto a fin de verse libres de la pesadilla que tanto había marcado a los israelitas, les dirige por el camino más largo.

La explicación ofrecida por el autor acerca de este rodeo que les hace dar Dios es bastante comprensible. Un pueblo de esclavos no está en absoluto preparado para enfrentarse a los ataques de los guerreros de los pueblos que habitaban a lo largo del camino más corto.

Como siempre, detrás de esta explicación que, por supuesto, es más que lógica, se encierra un insigne tesoro de la espiritualidad bíblica tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y que san Juan de la Cruz definió magistralmente con muy pocas palabras: “Para ir adonde no sabes, has de caminar por donde no sabes”. Quizá esto no nos ha aclarado gran cosa. Dejemos entonces que sea el mismo Jesús quien nos lo aclare: “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

Vamos a recrear los hechos concretos en los que Jesús pronunció estas palabras. A partir de ellos comprenderemos que Él es el nuevo Moisés de cuya mano, y dejándonos guiar, alcanzaremos la fe que nos permite estar junto a Dios nuestro Padre. Llegaremos a este puerto aunque nos parezca, y no pocas veces, que el camino por donde nos lleva el Hijo de Dios para alcanzar la nueva tierra prometida, es decir, al Padre, “no sea el camino más adecuado”.

El cuadro escénico de estos acontecimientos se da a lo largo de la última cena de Jesús con sus discípulos. Última cena que, como bien sabemos, fue la antesala de su pasión. A lo largo de ella el Señor Jesús dice a los suyos una y otra vez que ha venido al mundo desde el Padre y que llega la hora de volver a Él: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16,28).

Al oír esta noticia, los discípulos se quedan entre perplejos y perturbados. La tristeza de la despedida se hace insoportable, también enigmática, cuando, en su enésima alusión a su marcha, les dice: “Y adonde yo voy sabéis el camino” (Jn 14,4). Así, sin más. No saben a ciencia cierta si es realmente el Hijo de Dios, tal y como Él lo ha declarado en diversas ocasiones, cuando escuchan esta noticia que les sobrepasa. Debatidos en sus dudas, ahora les asegura que conocen el camino hacia el Padre que es adonde dice que va. A estas alturas, y aprisionados en un mar de vacilaciones e incertidumbres, se atreven a preguntarle por medio de Tomás: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn 14,5). En su respuesta, el Señor Jesús descorre el velo que abre a todo hombre su camino a la fe adulta: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

Yo sé cuál es el camino que os conviene, parecía decir Yahvé a este pueblo cuando lo dirige hacia la tierra prometida haciéndole dar un rodeo por el desierto. Vosotros podéis tener vuestros planos y conocimientos del lugar…, aunque quizá sólo Moisés podía contar con esta ayuda. Bueno -parece que les está diciendo Dios- más allá de vuestros planos, mapas y conocimientos, ¡Yo os llevaré!, ¡Yo soy vuestro camino!, ¡Yo os sustentaré!, no os faltará ni el agua ni el alimento para sobrevivir al desierto.

Fiaros de mí, esto es lo que Dios está intentando inculcar a su pueblo. Fiaros de mí; os aseguro que por el camino que os voy a llevar no se gastarán ni vuestros vestidos ni vuestros pies aunque sea más largo y fatigoso que los demás. Esta promesa que nos parece ficticia, quedó grabada como memorial catequético por el autor del libro del Deuteronomio: “Acuérdate de todo el camino que Yahvé tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón… No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Date cuenta, pues, de que Yahvé tu Dios te corregía como un hombre corrige a su hijo…” (Dt 8,2-5). Dios es el Camino. Nosotros caminamos con Él de su mano: He ahí la Escuela de la Fe.

Moisés cumple el juramento que José había arrancado a sus hermanos cuando les profetizó que serían visitados por Dios en Egipto, con el fin de cumplir la promesa hecha a Abraham, Isaac y Jacob de concederles una tierra que llegaría a ser propiedad suya.

José no se limita a asegurarse el traslado de sus huesos hacia la tierra prometida por Yahvé como si fuese solamente un deseo o capricho personal. Lo que pide a sus hermanos hemos de entenderlo en el contexto de una catequesis bellísima que indica el grado de intimidad y confianza que alcanzó con Dios. Oigamos su petición: “Por último, José dijo a sus hermanos: Yo muero, pero Dios se ocupará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al país que juró a Abrahán, a Isaac y a Jacob. José hizo jurar a los hijos de Israel, diciendo: Dios os visitará sin falta, y entonces os llevaréis mis huesos de aquí” (Gé 50,24-25).

Yo muero, dice el patriarca a sus hermanos, pero no os preocupéis. Nada habéis de temer. Yo he sido nada más que un instrumento escogido por Yahvé en orden a una bellísima historia de salvación que Dios está haciendo con nuestro pueblo. Terminada mi misión, Dios seguirá, como hasta ahora, ocupándose de vosotros; mirad que estamos llamados a ser un espejo, por medio del cual todas las naciones puedan ver que Dios les ama, que en su corazón cabe toda la humanidad.

Nos llama la atención la sabiduría que este hombre despliega ante los suyos. Es consciente de que ha recibido una misión especialísima de parte de Dios, de cara al cumplimiento de las promesas que un día hizo a los primeros padres de Israel: Abraham, Isaac y Jacob. Al llegar el ocaso de su vida no teme por sus hermanos ni por su pueblo; de ahí su tajante aseveración: “yo muero, pero Dios se ocupará de vosotros”.

Es en esta línea que hemos de ampliar la perspectiva de su deseo. Anuncia proféticamente la salida de Israel de Egipto, al tiempo que les pide que lleven consigo sus restos mortales que, como sabemos, fueron embalsamados según la costumbre del país: “Y José murió a la edad de ciento diez años; le embalsamaron, y se le puso en una caja en Egipto” (Gé 50,26).

Un primer soplo, digamos una intuición de supervivencia, encontramos en este mandato y deseo de José a sus hermanos. Sabemos que el concepto o, mejor dicho, la vivencia interior de la propia inmortalidad, es decir la resurrección del hombre, se fue fraguando paulatinamente en la conciencia de Israel conforme crecía la revelación que Dios les iba mostrando por medio de sus hombres de fe: patriarcas, profetas, místicos, etc.

Un punto de inflexión en este crecimiento paulatino, tiene lugar en la vida de fe de un hombre cuya experiencia de Dios le llevó a casi tocar con sus dedos los implacables abismos del infierno.

Me estoy refiriendo a Job. Fue justamente en esa su etapa de aparente abandono por parte de Dios, cuando su Sabiduría irrumpió como una corriente salvaje e impetuosa en su espíritu. Por medio de esta visita, Dios plasmó en lo más profundo de su ser la certeza de su inmortalidad.

El testimonio de Job tiene un valor incalculable. Testimonio que no pudo nacer de sí mismo, pues, como bien sabemos, cuando se llega a rozar el límite del abismo del sufrimiento, la desesperación, unida con la apatía y el escepticismo, se apoderan de la persona. Tendría que haber sucedido en Job, pero no fue así. De su espíritu brotó una confesión de fe que hace añicos toda norma y estudio psicológico acerca del comportamiento humano ante el sinsentido del absurdo, sufrimiento y tantos callejones sin salida que nos abocan a la desesperación: “Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán…” (Jb 19,25-27).

Es en este sentido que hemos de interpretar la petición de José a sus hermanos. Más allá de querer ser enterrado con los suyos, algo bien normal y natural en cualquier persona, adivinamos en José un especialísimo rasgo de fe: desea, aun difunto, estar en comunión con su pueblo, ser partícipe del cumplimiento de las promesas de Dios con los suyos. Es como si intuyera que la tierra prometida no habría de ser sino una pálida imagen del Reino de los Cielos, lugar definitivo de su alma. Adelanta así proféticamente la promesa de Jesús: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25).

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