Comentario al Veni Sancte Spiritus (IX)
, Ex director Nacional del APOR | Esta luz del Espíritu Santo es beatísima en sí, en la serenidad atrayente, en la eliminación de la mentira y de la tortuosidad. Esa luz es el secreto de las bienaventuranzas. Beatísima en sí y comunicadora de la bienaventuranza; y cuando nos inunda nos hace felices, aun no con la felicidad del cielo pero sí en la felicidad experimentada en Dios que ya aquí abajo es algo supremo e incomparable que ha hecho exclamar a algunos santos: ”¡basta Señor, basta!” Porque era más de lo que su débil organismo podía resistir.
Esa luz beatísima atormenta, ilumina, los senos tenebrosos del corazón como un rayo potente de luz introducido por los sótanos sucios, por las alimañas; y este rayo de luz que ilumina y fortifica nos lleva también a desear que lo purifique todo. Sin la presencia del Espíritu Santo lo íntimo del corazón es tiniebla –en toda la fuerza de la palabra–, es ignorancia, falsedad, mentira, malicia, tristeza… Solo la luz beatísima, la luz vivificante del Espíritu puede hacer resplandeciente el fondo de nuestro corazón. Algo –más superficial–, se encuentra, aun humanamente a veces pero cuantas veces, en medio del gozo exterior, en medio de la aparente luminosidad exterior. En el fondo del alma hay una oscuridad y una tiniebla que solo puede disipar la luz beatísima concedida a los fieles. Tenemos que insistir siempre que en esta secuencia estamos invocando al Espíritu Santo sobre los que ya son fieles.
Invocación, pues, de soberana humildad que reconoce y afronta el abismo de la propia pecaminosidad. Por el hecho de que nuestro nacimiento es en aversión divina y en privación de gracia, nuestro corazón ha quedado profundamente depravado; todo está viciado, nocivo, tocado por la morbosidad de nuestro egoísmo. Nada hay inocente del todo en nuestras disposiciones. En la medida en que no es recreado, nuestro corazón está lleno de depravación y lo que sale de él nos mancha como decía el Señor “del corazón del hombre salen los malos pensamientos y deseos”. El hombre sin Dios es como una bestia nociva, venenosa; muchas veces en lo intimo del corazón siento como un misterio que no se entiende, sentimientos, resentimientos, tentaciones y todo eso es como una oscuridad, como una tiniebla… Pedimos para los fieles, para los que son ya creyentes. No todo es pecado –sabemos que no lo es–, pero pedimos que en el corazón de tus fieles se encienda la luz beatísima que llene de luz lo íntimo del corazón; ahí donde tenemos que llegar para renovar la intimidad del hombre, para revestirlo radicalmente de Cristo. Y esto porque sin tu ayuda, Espíritu Santo, nada hay en el hombre que no sea culpable. Sin la ayuda del Señor no hay inocencia en el hombre. Sentimos dentro, frecuentemente, inclinaciones que no son luminosas tendencias inconfesables que nos avergonzaría mucho mas de los que confesamos pero que no tenemos siquiera el valor de mirar cara a cara; pero están ahí y a veces en determinadas circunstancias se alzan contra nosotros y nos asustan. En el campo del odio, del amor, de la pureza, de la impureza… todo eso que está ahí en el fondo que es consecuencia del pecado. Si no viniera el Espíritu Santo a ese fondo que hay en nosotros nunca estaría del todo limpio y aun así siempre queda en nosotros cierta inclinación, ciertas tendencias hasta el fin de nuestra vida hasta que lleguemos a entrar en el Paraíso.
La acción del Espíritu no se ciñe solamente a ordenar la voluntad, a llevarnos a hacer lo que debemos hacer, si no que esa acción del Espíritu se dirige hasta lo íntimo y va transformando nuestro corazón, nuestro sentimientos, para hacerlos luminosos, para que el corazón quede renovado. ¡Cuántas veces pedimos envía tu Espíritu y renovaras la faz de la tierra! Sí, renovará el rostro de la tierra pero evidentemente que esto no se refiere al aspecto material de la tierra sino que renovará el fondo del corazón del hombre y en consecuencia todo lo que es la vida humana. Cuando los corazones de los hombres sean poseídos por el Espíritu Santo, cuando les de un corazón nuevo, entonces se renovara la faz de la tierra. ¡Cuántas veces nos encontramos con el propio corazón como un corazón que esta envejecido, que no produce lo que debía producir! Lo querría uno renovar del todo y no sabe cómo hacerlo. He aquí que viene el Espíritu Santo y renueva el corazón, lo purifica hasta lo hondo, sabiendo bien que sin su ayuda nada hay en el hombre que sea del todo inocente.
Cuando experimentamos el vacío y la oscuridad interna del corazón es el momento de pedir esa plenitud íntima de la luz beatificante. La invocamos sobre los fieles para que sean más fieles todavía. Fieles son los que no buscan su satisfacción fuera de Dios sino que siguen la ley de la caridad, son los que no cierran los oídos del corazón sino que acogen las lecciones del Evangelio cuando la luz del Espíritu se las recuerda en el tiempo oportuno, son los guiados por el Espíritu del Señor. Esos fieles al Espíritu Santo se vuelven característicamente luminosos, sinceros. Con una sinceridad resplandeciente que no tiene nada que enmascarar; y lo que expresan, en su sinceridad, es la luz beatísima que les invade hasta el fondo. En su sinceridad expresan la presencia de Dios y esa sinceridad de Dios es irresistible en el apostolado. Esta luminosa purificación que transforma lo íntimo del corazón y hace germinar, en el, los movimientos radiantes de bondad ilimitada, es la que imploramos, decididos a cooperar generosamente en esa obra que es nuestra plena redención.