Tu propio mendigo

Mendigo

Ana Isabel Carballo Vázquez | Aquella mañana fría de septiembre, Sara se había levantado muy emocionada. Era su gran día: ¡Por fin comenzaba su primer año de Primaria! Se puso su precioso uniforme nuevo y bien planchado, se tomó su tiempo para peinar sus largos mechones rubios en dos graciosas coletas y bajó las escaleras hacia el olor a tostada recién hecha que su madre le tenía preparada para desayunar.

– Hoy es un día muy importante para ti –dijo su madre mientras llenaba el tazón con leche caliente– por eso debes comer mucho para mantener la atención ante todo lo que veas y aprendas en la mañana.

Pasados unos minutos, una voz salió de detrás de un periódico:

– Ya es tarde, debemos irnos. Dijo el padre de Sara al tiempo que dejaba el periódico en la mesa y daba su último sorbo al café. Sara se apresuró a terminar su desayuno, se puso la mochila en los hombros, se despidió con un gran beso de su madre y cogió de la mano a su padre sin soltarlo ni un instante.

De camino al colegio, el móvil de su padre sonó en repetidas ocasiones dejando un silencio enorme entre Sara y su papá. Amplios momentos que la pequeña aprovechó para observar a su alrededor y estar atenta a todo lo que veía, como le había indicado su madre. Y fue así como Sara se fijó en un mendigo arrodillado en la acera pidiendo limosna para comer ese día. Sara intentó llamar la atención de su padre para que le diera dinero para el pobre, pero solo consiguió un gesto de disgusto y una regañina por interrumpir su importante llamada de negocios.

El ritual de la mañana siguiente fue igual que el anterior: el uniforme, las largas coletas, el desayuno de mamá, el periódico “que habla”, las prisas… Eso sí, había una pequeña diferencia entre esos dos días: la emoción de Sara ya no era solo por escuchar lo que su simpática profesora tenía preparado para ese día, sino que Sara esperaba impaciente el momento de volverse a cruzar con aquel mendigo.

Sin soltar su mano, padre e hija comenzaron el camino por la gran avenida de la ciudad. Sara se fijaba en la gente que pasaba con prisa por su lado. Observaba sus gestos secos y sus miradas puestas en los pequeños aparatos electrónicos. Decidió mirar para su padre y se encontró con la misma expresión. También iba serio, en silencio, manejando el fabuloso Smartphone de última generación que había adquirido hacía pocos días y que absorbía toda su atención como lo primero y principal de su vida, sin fijarse en aquellas cosas que su pequeña empezaba a descubrir. Cuando llegaron al lugar donde se encontraba el mendigo, Sara apretó con fuerza la mano de su padre y le dijo:

– Mira, papá, el mendigo de ayer sigue ahí. ¿Podemos darle dinero?

Sin prestar mucha atención a las palabras de la pequeña, metió la mano en el bolsillo y le dio unas pocas monedas. Sara se soltó de sus manos y se dirigió a aquel hombre que, al ver cómo depositaba aquellos céntimos en su vaso de cartón, le guiñó un ojo al tiempo que le obsequiaba con una gran sonrisa. Sara volvió corriendo a coger la mano de su padre y continuó su camino echando una mirada alegre hacia “su mendigo”.

Los días pasaban y Sara lograba que del bolsillo de su padre salieran aquellas monedas e, incluso, algún billete para aquel hombre que, al revés de todas las personas con los que se cruzaba cada día, mostraba en su rostro la felicidad que muchos habían perdido a pesar de su desgraciada vida.

Aquella mañana Sara esperaba encontrarse con su mendigo como cada día, sin embargo, esa mañana no estaba. Alarmada, Sara buscó a su alrededor. Se fijó en una iglesia y, sin pensarlo, se soltó de la mano de su padre y se adentró en el interior del templo. Allí se encontró con el mendigo que estaba arrodillado ante el Crucifijo. Se acercó hasta él y le preguntó:

– ¿Por qué no estás hoy en tu puesto? ¡Así no te van a dar dinero!
– Hoy he decidido mendigarle a Jesús –dijo el hombre sonriendo– y por eso he venido aquí a hablar con Él. Porque cuando tú le pides por alguien con mucha fuerza y, de verdad, desde el corazón, Él siempre te hace caso.
– ¿Y qué le has pedido? –preguntó curiosa Sara.
– Le he pedido por ti y por tú papá, para que se dé cuenta del tesoro que lleva todos los días de la mano hasta el colegio.

Sara salió de la iglesia y se dirigió al lugar donde siempre se situaba el mendigo. Adquirió su misma posición y se quedó allí un rato. Cuando su padre se recuperó del susto de haberla perdido por un momento, se quedó perplejo ante la actitud de su pequeña. Se acercó, se arrodilló a su lado y le dijo:

– Sara, ¿qué estás haciendo?
– Mi mendigo está en la iglesia pidiéndole a Jesús por nosotros –contestó Sara–. Como él no puede estar aquí y allí a la vez, yo voy a ocupar su lugar y así le pido a la gente el dinero para él. ¡Así yo seré su mendigo! Tú también puedes pedir por él.

El padre de Sara quedó sumamente impresionado por el razonamiento de su niña. Se quedó un rato a su lado mientras recitaba una oración que hacía tiempo había abandonado. En ese instante se acercó el mendigo y se arrodilló junto a ellos. Los tres sonrieron cómplices de su oración y, desde aquel día, todas las mañanas, Sara y su padre no pararon de hablar de camino al colegio mientras iban felices dejando que el móvil sonara en el bolsillo. Cuando pasaban junto al mendigo, este le hacía una mueca de cariño a Sara mientras se emocionaba al ver que su padre ¡por fin se había dado cuenta de su verdadera riqueza!

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