Obstáculos en la oración (IV)

Chica rezando

Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | A veces, lleva uno planificada toda una orientación discursiva ‘voy a hacer la oración discurriendo estos argumentos, ya tengo mi plan hecho: primer discurso, segundo discurso, tercer discurso…’ Y en ese discurrir se detiene y lo sigue sin distraerse, pero distraerse ¿de qué? Del plan que me he hecho, de esa planificación preconcebida pero quizás sin hacer oración, porque he estado siguiendo paso a paso todo el argumento que me había propuesto según mis previstas orientaciones pero no me he abierto a estar con el Señor. Quiero decir, que uno se puede pasar una hora entera sin distraerse de lo que se había propuesto pero sin hacer verdadera oración. No ha sido más que una distracción prolongada, aunque en esa distracción ha estado pensando cosas teológicas, incluso trinitarias. Pero no ha estado con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No ha sido la actitud del que esta con alguien.

Y, al revés, pueden existir divagaciones de la imaginación sin que se pierda la actitud fundamental de estar con Jesucristo. Porque no va uno tras esas imaginaciones sino que en su actitud fundamental sigue estando con Jesucristo. Y, a veces, lo percibimos así. Hay como una especie de duplicidad en nosotros: estoy recogido en la oración y la imaginación va por su parte, está corriendo por otros lugares, hasta que, quizás, caigo en la cuenta y entonces tengo que decidir entre romper de estar con el Señor o, dejando esa imaginación sin ir tras ellas, seguir aplicándome al estar con el Señor.

Respeto de este punto, puede ser útil lo siguiente: no poner nunca como ideal único el no tener distracciones, que no sea esa la obsesión; y, sobre todo, no concebir la oración como un ‘no distraerse’. Hay personas que, realmente, en el momento de entrar en la oración sienten como una responsabilidad. Cuando tienen un momento determinado y fijo para hacer oración notan como una diferencia y suelen decir así ‘cuando yo voy a hacer una visita al Señor en la Eucaristía suelo estar muy a gusto porque como no es obligatoria, no es un tiempo que yo tengo que dar, pues voy con mucha holgura, voy a estar con el Señor; pero en el momento que ya empiezo el momento obligatorio de oración interrumpo lo que estaba haciendo porque ahora empieza, en serio, la oración. Me santiguo y empieza el tiempo de no distraerme, tengo que estar pensando todo el tiempo sin distraerme’. Y esto es angustioso porque no debo pararme. Esto sería quietismo. Tener que parar todo y pasar todo el tiempo pensando sin distraerse resulta agobiante. Esta no es la actitud verdadera de oración. No debemos ir con ese espíritu a la oración, a ninguna otra ocupación vamos con ese sentido. Se trata, pues, de desmitificar, un poco, esa especie de fantasma de la distracción para orientar nuestro espíritu hacia lo que es la actitud fundamental de la oración.

En general, nuestra lucha respecto de las distracciones debe realizarse fuera del momento de la oración. Podemos observar lo siguiente: primero, cuando la materia de la distracción es siempre la misma, y siempre me encuentro de nuevo dando vueltas a lo mismo, a un asunto. Esto suele significar, generalmente, que ese punto nos domina; que existe algún apego desordenado del corazón, alguna preocupación excesiva; alguna falta de dominio en la vida general respecto a ese punto. Una vez será un examen que uno tiene que hacer, o un acontecimiento que uno teme… y ahí está uno bloqueado con el tema en cuestión. Y, evidentemente, en el momento de la oración surge también. Pero en ese caso, si esa persona se examinara un poco, observaría que a lo largo de todo el día está distraído con esa idea, pensamiento u obsesión. Todo el día. Lo que pasa es que, a lo largo del día, no le da importancia y en el momento de la oración sí. Porque como en la oración está tan orientado a que no hay que distraerse… aquí sí que se siente dominado por esa obsesión o esa idea. Y le sucede esto: que mientras no está en la oración deja que esa idea flote y que le ocupe la mente, y cuando llega el momento de la oración todo su esfuerzo es que a lo largo de ese tiempo (una hora o media hora) lo tenga como debajo del agua, como un madero que venía flotando y ahora en esos minutos lo he de tener debajo, sin que salga a flote, esperando que termine el momento de la oración para soltarlo de nuevo. Así no se puede orientar la oración. Hay que luchar también fuera de la oración sin dejar libre ese afecto que no está ordenado hacia Dios.

Otras veces, la materia de esas distracciones suele ser las vicisitudes diarias, elementos que uno ha dejado que le impresionen a lo largo del día. No siempre un punto fijo. Y en este segundo caso, el camino de la solución suele ser el aumento del recogimiento durante el día. Es necesario dominar, también, la espontaneidad, la afectividad, la sensibilidad, la curiosidad… y de esta manera ir creando una actitud de recogimiento que favorezca el desarrollo del trato íntimo con el Señor.

Por fin, existen otras formas de distracción imprevisibles e inesperadas, de un tiempo u otro de nuestra vida, con cosas que ni siquiera uno antes las había pensado, que suelen ser expresión de nuestra flaqueza natural. Y hay que saberlas llevar con humildad, mansedumbre y constancia. Con respecto a esto, insistir (porque creo que tiene una aplicación también aquí) en unas actitudes y unos principios. En primer lugar, no perder la paz y no hacer paces con esas distracciones ligeras que asoman.

Debemos considerar, también, dos principios que, psicológicamente, con nombres un poco populares podríamos llamar la ‘ley del embudo’ y la ‘ley del agua corriente’ que son muy útiles en el campo espiritual.

La ley del embudo es muy aplicable en toda oración, en la vida de oración y particularmente en los ejercicios espirituales: no se puede inducir al espíritu a la fuerza, a entrar violentamente en la unión con Dios. No podemos hacer esto, y no podemos introducirlo, desde luego; porque la unión con Dios es una donación gratuita del Señor. Pero ni siquiera ese recogimiento, esa atención, no se puede crear así a la fuerza. Entonces, la ley del embudo dice esto: si uno no sale, acaba por entrar. Si uno quiere meter en una botella aceite o gasolina, si se empeña en meterlo de la vasija directamente al chorro se le va fuera, no lo consigue. Y, ¿qué hace? Le pone un embudo. Y basta que esté en el embudo y no salga fuera para que acabe entrando. Pues bien, en el sentido espiritual hay algo parecido. La vida de oración no se trata como de sofocar las distracciones, sino de no salir de la oración con Dios deliberadamente. Si uno no sale, aunque uno no fuerce para que esté así, y no se coloca en una actitud determinada de seguir la distracción y de abandonar esa atención hacia Dios, lentamente, acabará por entrar. Esta es la ley del embudo, que es suavemente, insistentemente, cuidando de no salir.

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