Obstáculos en la oración (II)
, Ex director Nacional del APOR | Cuando el hombre se encuentra dominado por el sentimiento interno que se erradica en el corazón, entonces, se siente como silencioso en su actividad. Su propia palabra participa del silencio de Dios, y en ese silencio íntimo percibe una actuación, un hablar, un moverse que, claramente, proviene de Otro Ser íntimamente dueño de nosotros. Es cierto que nos hace proceder al exterior con la misma seguridad como si fuéramos nosotros mismos sin intervención de nadie, pero el que actúa siente en su interior que surge dentro de él, pero no de él, ese actuar, ese clamar que llega hasta el Padre. El Espíritu que está en nosotros clama ‘¡Padre!’.
Este sentir internamente implica una penetración amorosa hacia adentro de la verdad que hemos estado contemplando y proponiendo, de esa verdad que es Cristo mismo. Es como una posesión de Cristo, una compenetración mía con El. Es decir, de tal manera me penetra y moldea y gobierna todo y en todo que yo me siento calado y como empapado hasta la médula por esa presencia del Señor. Es ese sentir que corresponde al miembro de Cristo. Como dice san Pablo a los Filipenses: sentid en vosotros lo que corresponde a vosotros como miembros de Cristo. Este es el objetivo de la oración: ir creando, integrándonos en esa realidad, e integrando en nosotros esa realidad, asimilándola profundamente. Pero llegar a esta situación de desarrollo del amor requiere tiempo y esfuerzo, porque es parte de la madurez cristiana. Y siendo como es tan hermosa ésta disposición interior resulta que es difícil de alcanzar, es meta difícil que tenemos que obtener. De ahí que surjan dificultades en la práctica.
Ya estamos en el otro matiz del sentimiento, es el obstáculo de la espontaneidad. Siendo realidades tan grandiosas, tan reales, pero llevan consigo una actuación de nuestra naturaleza humana que no está habituada a esas alturas. Al ser llevada hacia ellas opone las resistencias de su inadaptación y hay en nosotros una resistencia como a quién le atraen poderosamente las bellezas impresionantes de las Cordilleras Andinas, pero sintiendo las dificultades de respiración, las dificultades de corazón, de presión sanguínea para poder permanecer y llegar a aquellas alturas. Esto resalta una vez más en el hombre la conocida dualidad que llevamos dentro. Eso que experimentamos y se nos presenta, a veces, como dos personas que son casi contradictorias, esa dualidad carne-espíritu.
La tensión proclamada por el apóstol san Pablo, entre los dos deseos de la carne y los deseos del espíritu. Ya que cada uno de ellos tiene su dinámica, tiene sus exigencias interiores. Y como tales dinámicas, que son, constituyen una tendencia espontánea. Y apareció la palabra: tendencia espontánea. Sea del espíritu, sea de la carne. Para quien ha sido dado y regalado ya con la gracia del Espíritu Santo, existe en su interior una verdadera espontaneidad hacia Dios, hacia la conversación amigable con Dios, pero no deja de existir una resistencia de la comodidad de la carne, de las atracciones de los sentidos, que en los momentos más sublimes de la unión con Dios no dejan de hacer acto de presencia tirando del espíritu hacia abajo. Y a esto todavía se le añade la insistencia nuestra tan frecuente a recordarnos que hemos de encarnarnos, que somos encarnados, que no escape el espíritu, que tenemos que volver a la carne, y esto a veces es para nosotros un justificante de una cesión nuestra a la dinámica de la carne.
Cuando la vida del espíritu no está cultivada asiduamente, cuando cede ampliamente a las inclinaciones carnales y pone su vida en las realidades materiales, entonces, esas inclinaciones fomentadas se vigorizan, y se debilita –y casi parece cesar– la fuerza de la tendencia del espíritu hacia esas alturas. Ya no tiene ganas de volar. Según la prevalencia de esta tendencia, se caracteriza la persona concreta como espiritual o como animal. Y también según esta prevalencia el nivel de vida, en que consiguientemente vive, será su espontaneidad o carnal o espiritual.
Consiguientemente aparecerá clara la consecuencia. Pretender que un hombre carnal por sus inclinaciones, por sus apetencias seguidas y fomentadas, por donde pone su corazón haga espontáneamente oración es un despropósito, es imposible. Quizás haya momentos en que la acción de la gracia, superando un poco su tono vital de carne, le lleve victoriosamente a orar, pero hace falta una acción de la gracia particularmente victoriosa. Un hombre cristiano normal, que somos nosotros habitualmente, somos carnales-espirituales. Ni somos tan subidamente espirituales, ni somos tan profundamente carnales. Y nosotros en éste caso tenemos que discernir constantemente si la espontaneidad que percibimos es de la carne o del espíritu. Porque precisamente toda la eficacia de la vida espiritual está en que reconozcamos siempre y sigamos las sugerencias del Espíritu en nuestro espíritu, y que controlemos espiritualmente las espontaneidades de la carne.
Por tanto es necesario que nos formemos cristianamente hasta una plena asimilación, internamente sentida, de la vida en la presencia de Dios a través de una superación de los vaivenes y espontaneidades de los sentimientos.