La lucha de San José

Sueño de san José
Sueño de San José (Rembrandt)

Fr. Rafael Pascual Elías, OCD | Se acaba el año de San José, entramos en la Navidad y tenemos que rezar. Si unimos estas tres realidades nos damos cuenta que todo es paso de Dios por nuestra vida. Hemos tenido la gran suerte de acercarnos de modo especial a un santo que siempre ha estado en el olvido y la sombra, el glorioso patriarca San José. Un año jubilar es para dar muchas gracias. Eso es lo que hacemos al terminar este año dedicado a San José. Ponernos ante Dios y dar gracias porque han sido muchas las maneras y medios en los que nuestro Padre y Señor San José ha entrado en nuestro corazón a lo largo de su año jubilar.

Además despedimos este evento universal en unas fechas muy especiales como es la celebración de la Navidad, el momento del año donde San José se hace más presente en la liturgia, en las casas con los nacimientos y en las meditaciones y retiros navideños. Parece que San José queda olvidado todo el año hasta que llega la Navidad, donde aparece por todos lugares y todos nos acordamos de él. Esperemos que cuando pase esta Navidad no lo dejemos arrinconado hasta la próxima Navidad, sino que se quede en nuestro hogares de un modo sencillo y natural, como puede ser rezándole alguna oración los miércoles, o lo que sería mucho mejor, que una imagen suya quede para siempre en cada una de nuestras casas.

Pero de nada sirve todo lo dicho sino rezamos. San José también rezaba y es maestro de oración. Nuestro corazón orante tiene que unirse al corazón orante de San José. ¡Qué maravilla rezar con San José! Si rezamos de verdad con San José nos metemos en la lucha interna que vive todo orante para estar a solas con Dios. Eso nos puede enseñar San José si le dejamos y hacemos silencio en nuestro interior.

La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por parte del orante. Orar implica un esfuerzo. Hay que luchar. Todos los que han orado con intensidad nos hacen ver con suma claridad que la oración es un combate, una lucha. Partimos de este hecho para que nadie se asuste cuando llegue su momento de lucha en la oración. Para que haya lucha tiene que haber dos partes que entren en combate. ¿Quiénes son? Muy sencillo: por un lado el orante y por otro aquel que quiere que no tengamos oración, el demonio, el que no tiene otro interés sino el que nos alejemos de la vida de oración, o dicho de otro modo, de estar unidos a Dios.

Es el momento del combate espiritual, cuando el Espíritu Santo enciende en el amor de Dios y el demonio lucha para que ese amor no crezca. En medio se encuentra el corazón orante que busca lo mejor para su alma, que es la unión con Dios; para ello tiene que rezar, tiene que estar con Dios. Si no se busca esta unión es difícil tener vida de oración, porque no se busca lo que de verdad da sentido a la vida y mantiene en un estado de paz que sólo Dios puede dar. El demonio busca arrebatar esos momentos de paz únicos que nacen de la unión de los corazones, el de Dios y el del orante; a veces lo consigue otras no. Cuando uno empieza el camino de la oración tiene que saber que la vida del cristiano es una lucha permanente contra el poder de las tinieblas; es lo que se vive a fondo en la oración.

Es entonces cuando podemos y debemos invocar a San José para que nos dé la mano y nos guíe hasta la cueva de Belén, donde en la aparente oscuridad y soledad no puede nacer Dios, y ahí es donde realmente nace Dios, porque no había sitio para ellos en la posada. Dios quiere nacer en cada corazón, como aquella noche en Belén, pero no hay lugar en ninguna casa de Belén. Dios nace alejado de los hombres, sólo ante la presencia de sus padres, María y José. Veamos la razón. José y María no encuentran un lugar secreto, silencioso e íntimo donde poder estar con Dios a solas en el momento de su nacimiento. Sólo el corazón de San José y el de María son los corazones escogidos para admirar, contemplar y acoger todo el amor de Dios cuando nace, cuando Dios se hace carne. ¿Cómo es ese momento? Leamos a San Lucas:

“También José, por ser de la casa y familia de David, subió a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada” (Lucas 2,4-7).

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