Velar con San José

Luna llena

Fr. Rafael Pascual Elías, OCD | Cuando hablamos de contemplación no podemos olvidar que este modo de encuentro con Dios tan lleno de vida pasa también por la noche de la fe. Ésta nos mete de lleno en el Huerto de los olivos donde Jesús se prepara a su Pasión, Muerte y Resurrección. Luego llegará la noche de la Pascua. Pero antes hay que pasar por esa noche del dolor, del no ver, del no entender nada y sufrir mucho en unión a Cristo que suda sangre.

Contemplar es meternos de lleno en la noche. San Juan de la Cruz nos guía con suma maestría por la noche oscura del sentido y del espíritu hasta llegar a la luz del encuentro transformante con Dios. No podemos llegar a la unión plena con Dios sino pasamos por esa noche que tanto dolor produce en el alma. Lo mismo le sucede a Cristo cuando vive esa agonía de Getsemaní antes de vivir la noche de la resurrección.

Contemplar a Dios en la noche, cuando todo es oscuro, es hacer un camino donde no se ve nada hasta que la vista se acostumbra a la falta de luz y los ojos empiezan a ver algo donde antes no se podía ver nada. Tampoco se oye nada. Reina el silencio que habla por sí solo en la noche. Dios habla en la noche y contemplar es escuchar lo que Dios nos quiere decir cuando oramos de noche. Un modo de dar un paso más en nuestra vida de oración es alejarnos del lugar donde vivimos para dejar que la naturaleza nos envuelva o acudir a una capilla donde Jesús Eucaristía nos espera en la custodia. Fuera de la capilla es de noche y en el monte también es de noche. Ahí empieza nuestra oración. En el silencio contemplativo de la noche.

Ya sea arrodillado ante la custodia o sentado sobre una piedra o tronco junto a un camino, el corazón se abre y se dirige a esa noche que Jesús vive de un modo especial, donde se prepara a lo que está por venir y donde rinde toda su voluntad al Padre. Al contemplar en la noche nos abrimos al amor de Cristo que nos enseña a decir sí al Padre con la ayuda del Espíritu Santo. Orar así transforma a la persona y la une de tal modo a Cristo que busca siempre la noche para encontrarse con Él y contemplar su majestad.

Esa noche del Huerto de los Olivos nos lleva después a la noche del sepulcro vacío donde Cristo vence al pecado, a la muerte y al demonio. Todo queda vencido en la noche. ¡Esto es contemplar! Pasar de una noche del sentido a una noche del espíritu donde al final la gloria de Dios es patente y deslumbrante. Nos ciega, no se ve nada; y de repente se ve todo y de otra manera totalmente distinta. Es el fruto de aquel que vive la contemplación en grado sumo. Dejando que Dios le cambie, le hable y le lance a una vida nueva donde nada ni nadie le puede impedir seguir siempre al lado de Cristo. La unión es posible, real y visible. El alma está en Dios.

No se llega aquí por pasar una noche, ni dos, ni una docena, ni unas cuantas más, sino que hay que pasar muchas, y sabiendo bien lo que estamos haciendo y viviendo para poder llegar a la esencia de nuestra unión con Cristo. Este modo de contemplar es potentísimo, estamos llamados a vivirlo y experimentar sus frutos. Nos puede costar empezar a pasar las noches en oración contemplativa, pero si somos conscientes de lo que luego vendrá no habrá nada que nos aleje de contemplar en la noche. Es velar al menos una hora como pide Jesús a sus discípulos. Estar con Él orando al Padre en el Espíritu para llegar a lo más íntimo de su ser.

Eso mismo es lo que hace san José, cuando Jesús ni ha nacido y busca un lugar donde pueda venir a este mundo, cuando una vez nacido tiene que huir de noche a Egipto porque Herodes quiere matarlo y cuando, de noche otra vez, tiene que volver a su tierra, pero no donde quiere sino donde el Padre dispone. Así es la vida de San José, de noche, los ángeles le hablan y él escucha, obedece y pasa en vela la noche por cumplir lo que Dios tiene preparado para el bien de toda la humanidad. ¡Cuántas noches pasaría San José en vela por cuidar de su Hijo al que tiene tan cerca, como nosotros cuando lo contemplamos de noche!:

“José vino a Egipto huyendo del Rey Herodes. Es de creer que fuese desfavorecido de sus parientes, pues siendo natural de Belén, cuando vino con su mujer preñada en días de parir, no halló ninguno que le hospedase, ni aún posada en el mesón. Pero al fin Dios volvió por su causa y le amparó, como vuelve por la de cualquiera que fuere su devoto” (Jerónimo Gracián, Josefina, Libro I, capítulo III).

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