El cofre

Cofre

Ana Isabel Carballo Vázquez | Esteban era un niño alegre, muy alegre. Le encantaba observar a su abuela metida entre aquellos grandes fogones de la cocina, mientras el olor de los bollos recién hechos le hacía ensimismarse hasta que ella le tocaba su naricilla embadurnándola de harina. Pero lo que más le gustaba era ver cómo su abuela cogía aquel viejo cofre, lo abría con aquel ceremonioso entusiasmo y se quedaba mirando su interior hasta que una sonrisa aparecía en sus labios.

Para Esteban ese maravilloso ritual le hacía aumentar su deseo de descubrir qué ocultaba su abuela en aquella cajita cerrada con un precioso candado labrado en oro. Lo que Esteban no sospechaba es que su abuela abría el cofre cada vez que tenía una gran pena y no lo cerraba hasta que la paz volvía a su corazón. Pero ¿qué contendría entonces ese cofre para que su abuela encontrara la felicidad dentro de él?

– ¿Abuela…? –se atrevió a preguntar una mañana- ¿por qué cada vez que abres ese cajita sonríes como cuando yo encuentro un caramelo perdido en el bolsillo?
– Mira, Esteban, este cofre lleva en su interior el tesoro más grande que hay para Dios.
– ¿Y yo también tendré esa cajita para ver cuánto dinero tiene Dios? –preguntó con los ojos bien abiertos.
– Sí, Esteban –sonrió su abuela- cuando estés preparado para descubrir cuánto valor cabe en él, tendrás un cofre como este. Ven aquí –dijo mientras acomodaba a su nieto en su regazo- que hoy te voy a contar la historia secreta de cómo Dios hace sus ricos buñuelos.
– ¿Cómo los tuyos de ricos, abuela?
– Sí, como los míos, pero aún más sabrosos. Pero escucha atentamente lo que te voy a contar:

Cuando Dios piensa en cada uno de nosotros para crearnos, piensa también en cómo alimentarnos hasta que lleguemos a nacer. Por eso Dios hace también un rico buñuelo con el que nos hará crecer. Ese buñuelo tiene unos ingredientes especiales: 60 gramos de amor, 40 gramos de valor, 30 gramos de verdad, 10 gramos de alegría, 5 gramos de paciencia y otros 15 de perdón. Una vez conseguidos los ingredientes, Dios los va uniendo a la masa hasta que crea una masa esponjosa, suave y fácilmente moldeable. Luego lo mete en el horno y deja que esos ingredientes crezcan hasta hacerse consistentes. Una vez que están en su punto, se lo da a comer a cada ser humano para que su corazón guarde todos esos ingredientes hasta poder utilizarlos al nacer. ¡Y así Dios crea a niños tan buenos como tú!

– ¡Y cómo tú, abuela! –dijo Esteban mientras se bajaba corriendo de los brazos de su abuela en busca de un juguete con el que pasar el rato.

Aquella historia había quedado olvidada en la mente inocente de nuestro pequeño Esteban y nunca más habían vuelto a hablar de ella. Solamente cuando su abuela hacía buñuelos, los dos se miraban sonriendo cómplices del secreto de Dios.

Así pasaron los años y nuestro alegre Esteban fue creciendo y con él fueron creciendo sus problemas: la hipoteca, la enfermedad de su hija, el dinero que nunca llegaba, su jefe quisquilloso siempre descontento con su buen trabajo… Hasta tal punto era, que la alegría de aquel pequeño se fue transformando en una tristeza profunda que se instauró en su corazón. Ya nada tenía sentido y él no había servido para hacer feliz a su familia ni para trabajar en lo que más le gustaba, ¿qué más se podía esperar de él, entonces?

Un día lo invitaron a participar en un concurso de tartas que celebraba el colegio de su hija. Ella estaba tan ilusionada con ver a su padre ganador del concurso que Esteban no pudo resistirse a la petición de su pequeña, que ya sufría bastante con el tratamiento que tenía en el hospital. Así fue como decidió buscar el recetario de cocina de su abuela que había quedado olvidado en el desván, pues desde su muerte no había vuelto a su hogar aquel olor a pastel recién hecho. Esteban decidió hacer orden en el desván para encontrar el recetario y así fue como encontró el maravilloso cofre de su abuela. Sí, sí, aquel cofre sellado con un candado labrado en oro.

Esteban se quedó un gran rato mirando el cofre. Nunca lo había abierto desde que su abuela se lo había regalado, pues decía que no podía soportar ver el oro de Dios mientras su familia estaba llegando a la ruina. Sin embargo, esa mañana abrazado al cofre empezó a recordar los momentos en que su abuela pasaba de la tristeza a la alegría más grande con solo abrir la cajita. Algo nervioso, pues descubrir el tesoro de Dios sabía que conllevaría una gran responsabilidad, cogió la llavecita que abría el candado, abrió lentamente el cofre y cuando se incorporó para ver lo que contenía, vio un gran espejo en el que se reflejaban sus enormes ojos azules.

– ¿Yo soy tu tesoro, Señor? –afirmó con una voz entrecortada.

Volvió a mirar el interior del cofre y encontró un papel doblado. Lo abrió y pudo leer en él:
Querido Esteban:

¡Tú eres mi gran tesoro! Hace muchos años ya que pensé en ti para crearte, pensé en ti para que fueras el mejor instrumento para construir mi Reino en la tierra. Hice con gran esmero el buñuelo que a ti te correspondía. Añadí el amor, la paciencia, el valor, la verdad, el perdón y la alegría en sus proporciones justas y dejé que tú las moldearas en cada situación. Empezaste empleando la alegría y el amor con gran entusiasmo. Pero te quedaste ahí, no hiciste uso de los demás ingredientes o no los supiste administrar con los años. Así la paciencia se te agotó demasiado pronto; te di la verdad y me culpaste y nunca me quisiste perdonar por la enfermedad de tu hija; y, sobre todo, te olvidaste del valor que yo te di aquel día, la fuerza que te ofrecí para salir adelante en todos tus tropiezos. Eres mi buñuelo preferido, mi tesoro más preciado y no lo quisiste reconocer. Pero nada está perdido, sal ahí fuera, coge todas tus fuerzas y lucha. Yo te formé para que pudieras, para que fueras el oro capaz de iluminar a los hombres. Tú has sido mi pensamiento y mi tesoro para el mundo. Cada vez que te encuentres angustiado abrirás este cofre y aquí te estaré esperando para recordarte quién eres.

– Firmado “DIOS” –leyó tímidamente Esteban.

Enjugó las lágrimas que recorrían su rostro y con una gran sonrisa recordó la imagen de su abuela ante el cofre y dijo: “Gracias, abuela, hoy por fin he entendido la alegría de tu corazón. También desde hoy se hará en mí su Voluntad”.

Y así fue como Esteban dejó de ser aquel niño risueño para convertirse en el hombre portador y dador de felicidad a cuantos le rodeaban en su vida. Pasado el tiempo fue su nieto el que recibió la carta de Dios y así fue pasando de generación en generación a toda su gran familia… ¿Y tú, has leído ya la tuya?

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