Aparición en el Cenáculo (IV)
, Ex director Nacional del APOR | La paz tiene dos formas, una la sentida y otra la de la fe, la fe pura.
La primera, la paz sentida o podríamos decir la paz consolada, es la que sentía el publicano cuando salía de la oración en la que salió justificado. Indica una paz sentida, la paz del perdón de la amistad con Dios. Es por ejemplo la paz de Pedro que llora, que solloza, la paz del perdón, de la misericordia, después de la mirada del Señor. También es la paz de la Virgen en el Magníficat cuando dice: “mi espíritu salta de gozo en Dios mi salvador”. Estos son ejemplos de paz consolada. Esta forma de la paz es muy gustosa pero viene de vez en cuando, no es permanente. No podemos pretender tener siempre ese gozo, pues lo normal es tener momentos de oscuridad y de luz.
Aún las gracias más grandes no son Dios mismo. Son un cierto gusto del cielo pero no son el cielo y cuando desaparecen queda Dios y ahí hay que agarrarse. Esto es lo importante en la misma Resurrección, el momento de la comunicación de Dios es un momento pasajero luego queda el Resucitado.
Esta sería la primera forma que llamaríamos la paz consolada pero hay otra forma que es la de la fe. Paz también verdadera y que suele suceder a esa otra paz gozosa, pero en ella tenemos que trabajar por despegarnos de las criaturas. En el momento en que recibimos la paz gozosa, al menos momentáneamente, se nos da como espontáneamente ese despegarnos de las criaturas porque en ese momento uno se siente muy suelto, muy libre.
En cambio en el otro momento, en esa paz de la fe, hay que trabajar, hay que colaborar por despegarse de las criaturas, pero es permanente, existe en el fondo, dando libertad al alma y unidad. Es cuando decimos: “tengo paz dentro, estoy quizás en lucha interiormente pero tengo paz”. De esta paz de la fe habla Jesús cuando dice:”cuando sucedan estas cosas acordaos de lo que os he dicho” se refiere a que tengáis gozo y paz a pesar de las tribulaciones. Es la paz de la fe en el momento de oscuridad, de las persecuciones… Esta paz de la fe es estable, es sólida. De la otra paz decíamos que no es permanente, esta sí, permanece también en la tribulación y también bajo esa otra paz consolada, bajo ella está también esta paz de la fe, no se reduce al momento de la consolación, sino que es una paz permanente que continúa cuando llega el momento de aridez.
Esta paz de la fe, que es la permanente, está constituida por dos elementos que se condicionan mutuamente. Los elementos de la paz permanente son: entrega total de sí mismo y confianza total en Él Señor. Ambos son los que llevan consigo la paz pero se condicionan los dos. No es que produzcan esa paz pero están unidos a ella. Él Señor no defraudará, Él Señor es mi pastor nada me falta, el Padre me ama, cuento con Él.
¡Contad con Él siempre, cuidad que en todo momento contemos con Él! No se puede tener confianza total sin entrega total, ¡no se puede! Al fin y al cabo la no donación, la no entrega, es reserva y es falta de confianza. ¿Por qué no me entrego? Pues porque no tengo confianza, no me fío, no me entrego, me reservo. Y ¿qué quiere decir que lo reservo? Que me lo guardo por si acaso, es decir, me falta confianza. Nos parece que estamos más seguros nosotros teniendo el dinero que confiando en Él Señor. Cuando uno tiene los millones en el banco entonces es fácil confiar en Él Señor; el administrador confía cuando ya todo está en su sitio, todo asegurado y el dinero en el banco. Pero confiar en Él Señor cuando no hay ese dinero es ¡muy difícil! No lo entrego porque no tengo confianza, me reservo por eso no lo doy, aporto de lo que tengo y eso no estoy dispuesto a soltarlo, no me abandono, no lo entrego, lo mantengo en mí. Pues bien, esta paz de la que hablamos es la paz que da Él Señor y que supone esa confianza total en Él. De ahí la relación entre la fe y la confianza y de la confianza que invita a la entrega. Cuando tengo esa confianza me trae esa paz permanente que nadie nos puede quitar, NADIE pues “el que a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Todo esto tenemos que aprenderlo en la vida.
Por otra parte, junto a estos dos tipos de paz que hemos comentado, también hay dos tipos de paz que podemos leer en las mismas palabras de San Juan, “al atardecer de aquél día”, porque hay una paz que podíamos llamar de la Navidad y hay una paz de la Pasión, digamos, la paz de la madrugada y la paz del atardecer.
La Paz de la Navidad es un comienzo, es un anuncio, es la paz de la mañana antes del atardecer, o la paz de antes del trabajo del día donde uno sabe que tendrá que trabajar, que tendrá que sufrir, pero sale con corazón sano, sale con paz, sabiendo que Dios ayuda. En cambio al atardecer se da la paz vespertina. Si la anterior era la de Navidad esta es la de Pascua, es decir, cuando ha habido decepciones, cuando se han deshinchado muchas ilusiones, cuando ha sido uno víctima de manejos humanos o los ha presenciado. Ya no es una ingenuidad de la mañana, en la paz de la mañana cuando uno no ha enfrentado nada de eso, ni decepciones, ni desilusiones, ni in-correspondencia, todavía no hay adhesión sólida ni a Cristo, ni a la Iglesia, ni a la vocación…
Cuando llega ya el atardecer, de choques con la realidad, es la hora de paz madura, la paz verdadera, apacible, serena y profunda. Es la forma ordinaria auténtica por la que el Señor suele dar el ciento por uno en esta vida. ¡Rogad esa paz!, la paz que Jesús transmite en la Pascua después de la oscuridad del calvario y después de las desilusiones y decepciones. Esta paz debemos procurarla mucho, aunque es don del Señor, es don del Resucitado; y hay que procurarla porque tenemos que mantenernos siempre en la paz y en la verdadera humildad del corazón. Está también unida a la verdadera paz, esa paz que hemos dicho que es el enorme conjunto de los dones mesiánicos, la paz que viene con la seguridad del amor del Señor. Paz que hay que cultivarla y que es la que domina la impulsividad, que acepta también sin impaciencia incluso con dulzura que uno no es ángel por naturaleza, que siente dentro todo lo que es la plenitud de la naturaleza. Uno lleva con paciencia, con dulzura y humildad el no ser dócil por naturaleza sino consciente de los arranques, ímpetus e impaciencias. Es la paz que nos hace mantenernos en la paz verdadera, sale de nosotros como un torrente de paz y es como un remanso de la divinidad en el corazón del hombre. Tenemos que mantenernos en esta paz.
En el discernimiento de espíritus de San Ignacio, en la consolación, expone que la característica de la paz buena, de la divina, deja el alma en quietud, pacificándola, sólo cuando el alma está así en esa paz. Pues bien, con esa paz profunda es de buena ley la aspereza de la mortificación. La mortificación que arranca de la impaciencia, que viene del disgusto de sí mismo, que viene como del enfado que uno siente porque ha hecho algo mal no es de buena fe. La mortificación buena es la que arranca de la quietud y de la paz en Él Señor. “Déjate a ti y me encontrarás a mí”, dice Él Señor y el ejercicio positivo es la castidad del corazón que le hace límpido, que le hace transparente al esplendor de la mirada de Dios.