Del arrabal del castillo al palacio del Rey
| Invocar a Jesús, nuestro Señor, es el camino más sencillo para vivir en oración, para que toda nuestra vida sea eso: oración. “No hay que pensar mucho, sino amar mucho”, como dice Santa Teresa de Jesús, se trata de tener presente a Jesucristo a lo largo de la jornada para que nuestra propia existencia se convierta en una vida orante. Así, en oración, podremos llegar a alcanzar la única ocupación importante de nuestro día a día: amar a Dios.
Podemos invocar a Cristo de muchos modos, pero si unimos en nuestra oración la realidad humana, pecadora, propia de cada hombre con la misericordia y el amor de todo un Dios que se hace carne para salvarnos, obtenemos la llave de la puerta. Con ella abrimos con facilidad la puerta del Castillo interior que todos llevamos dentro y al que debemos entrar para encontrarnos, en lo más interior, con el Rey que nos espera allí “adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma”.
Sí, esta es la propuesta que nos hace Santa Teresa de Jesús. Lo que pretende es que vayamos de morada en morada, desde el arrabal del castillo hasta lo más íntimo y principal, “el palacio adonde está el rey”. Una vez que el hombre se reconoce pecador y pobre ante Dios es cuando puede abrir la puerta que no es otra cosa que la oración.
Así a lo largo de un proceso espiritual que nos desgrana la Santa Doctora podemos llegar hasta la séptima morada, el matrimonio espiritual, donde alcanzamos la plena configuración con Cristo y podemos gozar de ese trato íntimo con Él y proclamar a pleno pulmón: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Hemos abierto hace poco las puertas al Año Jubilar del V Centenario del Nacimiento de Santa de Jesús; que ella nos sepa acercar a ese Jesucristo que tanto amó y al que entregó la vida hasta llegar al matrimonio espiritual después de recorrer esas siete moradas que pueden servirnos para que, en la medida de nuestra propia condición, nos pongamos en camino, dejemos atrás la cerca del Castillo, pasemos una y otra morada y alcancemos esa unión transformante con Dios, “como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una, o que el pábilo y la luz y la cera es todo uno” (Castillo interior, 7,2,4).