Corazón de Jesús, saturado de oprobios

Costado de Cristo
Vía Crucis de Mengore | Santa María en Tolmin (Eslovenia) | M. I. Rupnik

Pablo Cervera Barranco

Sus llagas nos han curado

Vamos a entrar en el Corazón paciente de Cristo desde esa puerta externa que son los dolores físicos y morales, la saturación de oprobios de que habla la letanía.

Getsemaní fue la soledad de Cristo, su miedo en la oración. Ahora habrá una serie de humillaciones que, unidas a las de Getsemaní, suponen el aplastamiento. Se humilló. Este es el camino de Cristo para redimirnos. Pero nosotros le queremos apartar o queremos ir por otro camino (Mt 16,22; Mc 8,32). «Despreciable y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quién se oculta el rostro» (Is 53,3). La visión da grima, repelús, repugnancia: hay que apartarle, despreciarle. «Y no le tuvimos en cuenta. Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba» (Is 53,4). «Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, dolor y lágrimas de lo que Cristo padece por mis pecados», hacer pedir san Ignacio al ejercitante [EE 193].

Son mis dolencias las que él carga, «nuestros dolores los que soportaba» (Is 53,4). «Nosotros lo vimos sin aspecto atrayente.., herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz» (Is 53,2-5): todo esto es para reconciliar al mundo, a la humanidad, con Dios. «Hagamos redención» [EE 107]. Todo comienza en ese descenso de la encarnación. Ahora es un descenso mayor: «Con sus cardenales, con sus llagas hemos sido curados, todos como ovejas erradas cada uno marchó por su camino y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53,5-6), «lo hizo pecado» (2 Cor 5,21). «Fue oprimido y él se humilló y no abrió la boca» (Is 53,7). Christus autem tacebat: Cristo, sin embargo, callaba.

Rostro de Jesús
Vía Crucis de Mengore | Santa María en Tolmin (Eslovenia) | M. I. Rupnik

Callaba

En los evangelios vemos que Cristo calla en varios momentos. «Como un cordero al degüello era llevado y, como una oveja que ante los que la trasquilan está muda» (Is 53,7-8), tampoco él abrió la boca. Pero cuando el sumo sacerdote le pregunte, «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del bendito?» entonces él no calla y proclama: «Sí, Yo soy». El «Yo soy», no sólo es si soy el hijo del bendito; el «Yo soy» es el nombre del Dios. Por eso en el momento de la escena del arresto, especialmente en san Juan: «”¿A quién buscáis?” “A Jesús el Nazareno”. “Yo soy”» (Jn 18,5-7), no es decir soy yo como identificación. Decir «Yo soy» es pronunciar el nombre divino, algo absolutamente vetado y prohibido. «Yo soy», expresa la majestad del Hijo de Dios, del Hijo del bendito. «Y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder, y venir entre las nubes del cielo» (Mt 26,64; Mc 13,26): es la visión de Daniel (7,13), manifestación de la figura del Hijo del hombre. El sumo sacerdote en ese momento se rasga las vestiduras: «Ha blasfemado» (Mt 26,65), ya no hacen falta testimonios con lo que acaba de decir, habéis oído, ha blasfemado. Entonces le sentencian: «Es reo de muerte» (Mt 26,65).

Ellos no pueden llevar a cabo esa sentencia y por eso irán al encuentro del tribunal civil buscando que Pilatos secunde lo que ellos ya han sentenciado. Esa es la gran humillación de Cristo: no ser reconocido como el Mesías. Y, de hecho, va a ser la tentación última, a la que también le someten en la Cruz. En medio de esta humillación sobre su identidad, comienzan todas las vejaciones por parte de unos y otros. Va a ser llevado. Va a sufrir vejaciones de la servidumbre, que le escupe. «Algunos se pusieron a escupirle y le cubrían la cara, le daban bofetadas mientras juegan con él» (cf. Mc 14,65), a los dados, al adivina. Los criados le recibieron a golpes. El escupitajo es uno de los mayores insultos que puede uno recibir. Aquí hay toda una serie de humillaciones o de dolores que el Señor empieza a vivir, tanto externa como internamente.

Cristo bajo la cruz
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Humillaciones y dolores de Cristo

Quizá pueda ayudar un pequeño esquema (¡sin ánimo de esquemas cartesianos en la meditación!), algunas indicaciones de por dónde nos podemos identificar con las humillaciones de Cristo y con sus dolores de modo que nos dejemos transformar. El momento del año que vivimos, la Cuaresma y la Semana Santa, suponen la confirmación en el seguimiento de Cristo y la transformación de nuestro corazón según el modo de Cristo, hacia la Cruz.

Cuántos dolores de todo tipo: dolores físicos, dolores íntimos. No se trata de un dolorismo en la contemplación de la Pasión, un dolorismo que sería un puro asistir como espectador quedándose sin entrar; tenemos abierto el interior de la Pasión, pero es necesario que entremos por la puerta que Dios mismo ha querido abrirnos para entrar a descubrir el tesoro que él acumulaba y desde el cual él se movía hasta dar la vida. Esa puerta son los sufrimientos físicos. Vamos a verlo enseguida pero recorriendo el itinerario de la Pasión. Esos bofetones que ya empieza a recibir, que le cubren la cara, esos golpes, esos empellones; después vendrán dolores físicos muchísimo más serios, cuando llegue la flagelación, la corona de espinas, el dolor posterior de los clavos, los calambres, los vestidos arrancados. Y en medio de todo esto, todo ese dolor de cabeza, de tensión, de perder sangre, de no tener riego, de tener sed, de fiebre hasta la asfixia final. Todo esto entra en el ámbito de los dolores físicos que son parte de los sufrimientos que Cristo quiere padecer por mí.

Hay otro tipo de dolores que no son menores, que son profundos y que podemos llamar los dolores íntimos, los dolores del espíritu. El dolor de la espera, de la angustia, del abandono, del pavor, de la incomprensión, de la traición. En medio de este ir y venir, también la negación de Pedro (él, el valiente, el bravucón) que, desde lejos, se arruga y miente con juramento. Eso es tremendo. Es dolor íntimo también de desagradecimiento de las multitudes. Fíjate cómo sufrimos nosotros al no ser reconocidos, al no recibir agradecimiento. No digamos Cristo, el dolor de su Madre, fíjate si eso es dolor.

Y luego todas las humillaciones. Hemos visto ya una humillación que será la humillación solemne: ser descalificado como Mesías y, por lo tanto, finalmente fracasado.

Hay otras humillaciones: primero personales. La constitución física que tenía que tener nuestro Señor debía ser de una fortaleza increíble, su carácter atlético. Bastaría recorrer todas las andanzas apostólicas de un lado para otro para comprobarlo. Se han hecho estudios muy interesantes sobre este punto. Ahora él se ve sin fuerzas, se ve agotado, se ve tirado, se ve deshecho, se ve usado: todo esto es una humillación personal. Centrémonos en ella cuando a uno le vienen a faltar las fuerzas, no le funcionan las facultades y ha sido una persona muy brillante. Esas son humillaciones que el Señor ha asumido. Hay otras de índole más bien público: ser llevado preso, las bofetadas, las burlas, ser comparado con bandidos, con malhechores, ser pospuesto a un ladrón («Que salven a Barrabás, pero a este no, este tiene que ir a la Cruz, que se salve a sí mismo»: cf. Jn 18,40; Mt 27,42).

San Lucas subraya las burlas, los maltratos, los insultos y aberraciones.

Esta es una línea de menosprecios de todo tipo nos adentra a amar, consolar y reparar al Corazón de Jesucristo que por mí se dejó saturar de oprobios.

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