Israel, testigo de la salvación de Dios (I)
, Misionero comboniano
“Trastornó las ruedas de sus carros, que no podían avanzar sino con gran dificultad. Y exclamaron los egipcios: Huyamos ante Israel, porque Yahvé pelea por ellos contra los egipcios. Yahveh dijo a Moisés: Extiende tu mano sobre el mar, y las aguas volverán sobre los egipcios, sobre sus carros y sobre los guerreros de los carros…” (Éx 14, 25-31).
El mar ha sido partido en dos y, a través de las aguas, se ha abierto un camino. Hemos visto que los israelitas se aprestaron a caminar por esta vía trazada por Dios para ellos. Se suponía que los egipcios deberían comprender que sería un suicidio ir tras ellos, seguir los mismos pasos del pueblo a quien Dios está protegiendo, cosa que conocen muy bien y que, como ya sabemos, lo han sufrido en sus carnes.
Cierto, todo esto lo saben y casi diríamos que hace parte de su historia, al menos la más reciente. El hecho es que están totalmente ciegos, sordos para poder discernir y evaluar el precio de sus decisiones. Tienen tan embotadas la mente y el corazón que no son capaces de prever el alcance de sus actos. Esta es la cara más trágica y letal del mal: nos impide ver con objetividad el bien o el mal que nos reportan nuestros actos.
Así pues, toman una decisión completamente suicida; se enfrentan al Dios de quien tienen experiencia de que ha sido y es el valedor de Israel. El resultado de su vertiginoso inclinarse hacia su propia destrucción no se hizo esperar. El camino abierto por el que han pasado los israelitas se convierte para el pueblo opresor en una trampa mortal. Los carros y caballos se atascan en el lodo; y el pueblo, que había desafiado al Dios del cielo, grita aterrado: ¡Huyamos, porque Yahvé pelea por ellos, está a su lado!
Bendeciré a quien te bendiga y maldeciré a quien te maldiga, había prometido Dios a Abrahán al llamarlo a ser padre de multitudes en la fe; primero, del pueblo de Israel, y a partir de Jesucristo, de todos los pueblos de la tierra. Recojamos la promesa hecha por Dios a Abrahán de la que hemos hablado: “Yahvé dijo a Abrahán: Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan” (Gé 12,1-3).
Israel sabe que la elección de Dios le confiere un sello que le hace diferente a todos los demás pueblos de la tierra. No quiere decir esto que se considere mejor que nadie, pero sí hemos de decir que es consciente de que ha sido llamado para proyectar sobre el mundo entero la luz incorruptible de la Palabra (Sb 18,4). Proyección que tuvo lugar a partir de que la luz incorruptible de Dios se encarnó en Jesús de Nazaret. Él es la Palabra que ilumina a todo hombre que viene a este mundo: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo… Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,9 y 14).
Recogiendo aquellas palabras que dijo Dios a Abrahán –maldeciré a quien te maldiga-, hemos de puntualizar que Israel ha tenido la experiencia, a lo largo de toda su historia, de que los ojos de las naciones estaban clavados en él con el propósito de hacerle desaparecer de la faz de la tierra. Es como si llevara en su cuerpo el estigma de la oposición del mal contra Dios, la muerte que el demonio introdujo en el mundo, como nos dice el libro de la Sabiduría: “Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo a imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen” (Sb 2,23-24).
Oposición, envidia, muerte y destrucción; todo ello se entremezcla en la citada historia del pueblo santo. También es cierto que nada de esto le hizo sucumbir porque estaba sellado con la bendición de Dios, con su protección. Fiel a sus bendiciones, Dios trastornó una y otra vez los planes de las naciones siempre que se levantaban amenazadoras contra su pueblo. Podrían vencerlo, volverlo a someter como ocurrió en Babilonia; pero Dios, en cuyas manos están los tiempos y la historia, le devolvió su grandeza. Como he dicho, trastornó los planes de todas estas naciones, de la misma forma que trastornó las ruedas de los carros de los egipcios haciendo que el paso que dio la libertad a su pueblo se convirtiera en un abismo de muerte para sus enemigos.
Israel es un pueblo agradecido, sabe cantar a su Dios. No escatima recursos para ofrecerle lo mejor que sus artistas, poetas y cantores puedan realizar para ensalzar su gloria. Porque les ha salvado una y mil veces de las manos asesinas de sus enemigos, Israel es maestro en desarrollar un culto bellísimo de alabanza al Dios de sus victorias. Alabanzas de las que está plagada su Liturgia. Deleitémonos con este himno: “¡Viva Yahvé, bendita sea mi roca, el Dios de mi salvación sea ensalzado, el Dios que me concede la venganza y abate los pueblos a mis plantas! Tú me libras de mis enemigos, me exaltas sobre mis agresores, me salvas del hombre violento. Por eso te alabaré entre los pueblos, salmodiaré a tu nombre, Dios mío” (Sl 18,47-50).
Tal y como Dios le había ordenado, Moisés extendió nuevamente su mano sobre el mar. Fue la debacle de Egipto. El mar que, sumiso al poder de Dios, se había abierto para dar paso a Israel, vuelve a cerrarse envolviendo en sus redes mortales a aquellos que en su presunción creyeron que podrían enfrentarse al Defensor de Israel.