Corazón de Jesús, en quien están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia

«Oh Sabiduría, que brotaste de los labios del Altísimo,
abarcando del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad,
¡ven y muéstranos el camino de la salvación!
(Antífonas de la ¡Oh!, 17 de diciembre)
Esta invocación de las letanías del Sagrado Corazón, tomada de la Carta a los Colosenses, nos hace comprender la necesidad de ir al Corazón de Cristo para entrar en la plenitud de Dios: «Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2,2-3).
San Pablo, en cuyas cartas aparece frecuentemente el tema de la sabiduría y de la ciencia, recoge las líneas bíblicas trazadas en el Antiguo Testamento, especialmente en el libro de la Sabiduría y en el profeta de Baruk. El binomio sabiduría-riqueza (tesoro) aparece en Baruk en quien converge el origen misterioso de la Sabiduría, inalcanzable al poder y riqueza humanos: «¿Quién ha encontrado su lugar y quién ha penetrado en sus tesoros?» (Bar 3,15). En los libros sapienciales se prolonga ese binomio: «preciados tesoros de la Sabiduría» (Prov 2,4), «es para los hombres un tesoro inagotable» (Sab 7,14). En Baruk la Sabiduría se acerca a morar entre los hombres, por medio de la Ley: «Encontró todos los caminos de la ciencia y se la dio a Jacob, su siervo, y a Israel, su amado. Después de esto apreció sobre la tierra y conversó entre los hombres» (Bar 3, 36-38).
San Pablo prolonga esa «profundidad de la riqueza y de la sabiduría y de la ciencia de Dios, y descubre que Cristo es el eje divino de la salvación: «Cristo es poder y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o griegos» (1 Cor 1,24). Cristo realiza «los designios impenetrables» y «los caminos incomprensibles de la salvación de Dios», y por el Padre estamos en él «el cual ha venido a ser, por parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención para nosotros» (1 Cor 1,30). Pablo, una y otra vez, quiere que centremos nuestra mirada en Cristo «Sabiduría del Padre». Y será en el texto de la Carta a los Colosenses citado al principio donde culmine el apóstol de los gentiles el cierre definitivo: san Pablo quiere instruir a todos en la sabiduría llegando al «misterio de Dios, Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2,2-3). Por contraposición dirá que «la sabiduría del mundo es necedad para Dios y no puede conocer los designios divinos» sobre la creación y la salvación (1 Cor 1,20-21).
La ciencia y sabiduría de la que se habla en la letanía no se basa en el poder humano, es divina, escondida desde siempre en la mente de Dios, Creador del universo. Aparece personificada acompañando a Dios en la obra de la creación: «Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada, cuando no había fuentes cargadas de agua. Antes que los montes fuesen asentados, antes que las colinas, fui engendrada. No había hecho aún la tierra ni los campos, ni el polvo primordial del orbe. Cuando asentó los cielos, allí estaba yo, cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando arriba condensó las nubes, cuando afianzó las fuentes del abismo, cuando al mar dio su precepto —y las aguas no rebasarán su orilla—, cuando asentó los cimientos de la tierra, yo estaba allí, como arquitecto, y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia en todo tiempo, jugando por el orbe de su tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres» (Pr 8, 23-31).
La sabiduría divina es la visión de Dios creador, es su idea, su imaginación, su proyecto. Por eso se puede entender justificadamente como la memoria y la custodia de lo creado. «La Sabiduría es el ángel custodio del mundo que, como un pájaro, que incuba a sus pequeños, cubre con sus alas a todas las criaturas para elevarlas, poco a poco, hacia el ser auténtico» (V. Soloviev).
Es ciencia escondida a los sabios y entendidos del mundo, pero revelada a los sencillos (Mt 11,25). «Esta ciencia y esta sabiduría consisten en conocer el misterio de Dios invisible, que llama a los hombres a ser partícipes de su divina naturaleza y los admite a la comunión con El». «Con la fe somos capaces de comprender, juntamente con todos los santos, su anchura, su largura, altitud y profundidad (Ef 3, 18). Al conocer a Jesús, conocemos también a Dios. El que le ve a El, ve al Padre (Jn 14,9). Con El apareció el amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5,5)». «Con la sabiduría y la ciencia de Jesús, nos arraigamos, y fundamentarnos en la caridad (Ef 3,17). Se crea el hombre nuevo, interior, que pone a Dios en el centro de su vida y a sí mismo al servicio de los hermanos» (San Juan Pablo II, Ángelus, 1 de septiembre de 1985).
La sabiduría y la ciencia de Jesús abren los ojos de la mente, mueven el corazón en la profundidad del ser y engendran al hombre en el amor trascendente; liberan de las tinieblas del error, de las manchas del pecado, del peligro de la muerte, y conducen a la plenitud de la comunión de esos bienes divinos, que trascienden la comprensión de la mente humana (Dei Verbum, 6).