Amor y precariedad (II)
, Misionero comboniano
Israel, como hemos descrito, se agobia y angustia ante los muros aparentemente infranqueables que se levantan en su camino hacia la libertad. El que ahora se hace presente es la falta de alimento. Se encuentran en una situación tan acuciante que piensan que van a morir en el desierto. Este miedo hace mella en los caminantes que, como bien sabemos, alzan sus protestas hacia lo alto.
¿Qué hace Dios ante esta situación límite de su pueblo? Decide intervenir a su favor. Se pone al habla con Moisés y le promete que habrá comida para su pueblo, por más que no sea posible hallarla en muchos kilómetros a la redonda. En definitiva, lo que viene a decirnos es lo siguiente: Yo, que les he sacado de Egipto, de ciudades habitadas en las que tenían la comida al alcance de la mano, saciaré sus cuerpos desfallecidos. Haré llover sobre ellos pan del cielo y el pueblo saldrá a recoger cada día su ración conveniente.
Vamos a detenernos en esta prodigiosa promesa de Dios a Moisés, que contiene un trasfondo catequético y profético cuyas dimensiones traspasan la antigua alianza abriéndose a la nueva. En realidad, el maná del desierto es una prodigiosa imagen y figura del Pan vivo ofrecido por Dios a la humanidad entera: su propio Hijo. Él mismo hará saber al pueblo elegido que es el Pan verdadero preparado por el Padre para sus hijos: “Este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6,50-51a).
El Señor Jesús tiene autoridad para proclamar que Él es el Pan de vida, entendemos de vida eterna, porque vive por el Padre que le ha enviado, o sea, que participa de su misma Vida. Viene a decir que, porque vive en y por el Padre, tiene poder para hacer vivir a todo hombre que se alimente de su Pan, de Él mismo: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre” (Jn 6,57-58).
La cuestión que ahora nos toca debatir es si nos interesa este pan, este alimento. A esta pregunta no se responde sin más sí o no, como se contesta a las preguntas intrascendentes hechas a los niños. La respuesta implica unas decisiones, unas opciones concretas. Dicho de otra forma, no es suficiente que Dios nos haya preparado una mesa con su Pan tanto de la Palabra como de la Eucaristía. Es cierto que está a nuestro alcance, mas también lo es que es necesario ir en su búsqueda, ir a por él como algo absolutamente esencial para llegar a saborear a fondo nuestra relación con Dios.
No estamos divagando en consideraciones pías ni nada parecido, sino que estamos plasmando el sentir del mismo Hijo de Dios, quien nos exhorta a trabajar, en el sentido de buscar, afanosamente este pan que no se corrompe. De hecho opone este pan que permanece al alimento perecedero: “Trabajar, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello” (Jn 6,27).
El drama, la mayor mentira con la que el hombre puede cargar a lo largo de su vida, es la de utilizar todos los recursos, cualidades, aptitudes e incluso tiempo que Dios ha puesto en sus manos, para consolidarse existencialmente en todo aquello que es perecedero. Parece que estos hombres nunca encuentran tiempo ni ocasión para “hacerse” con el Pan eterno: con la eternidad. Ojalá surja de nuestro corazón la súplica de aquellos que oyeron estas catequesis de Jesús. Oigamos su ruego: “Señor, danos siempre de ese Pan” (Jn 6,34).