Da el salto

Puerta de un templo

Francisco J. García (artículo recuperado del número 90 de la revista)

No cabe duda: de todas las maneras de acercarse a Dios la más popular y usada es la de la petición. La también popular sabiduría ha extraído una enseñanza de la experiencia de pedir a Dios. Se trata de que es lógico que Dios también quiera que le demos, aunque sólo sean las gracias. Esta sed que Dios tiene de nosotros, la citada sabiduría popular la ha cuajado en refranes como por ejemplo: Acordarse de santa Bárbara sólo cuando truena “A Dios rogando y con el mazo dando”.

Pero lo cierto es que la oración de petición a Dios, aunque sea compulsiva, no sólo puede rezumar un cierto egoísmo, sino que también puede indicar otras virtualidades del ser humano; quiero decir, otras carencias o incluso dimensiones ocultas a los ojos.

Pedir a Dios significa, en primer lugar, que en alguna medida, me fío de Él. ¿Ves? Podemos encontrar fe en quien pide, aunque sea una fe incipiente. No cabe vuelta de hoja, si pides algo a alguien es que necesitas de Él. Y si a Él acudes como último recurso eso significa que es tu última esperanza. Mira por dónde vas a parar al lugar de la criatura, allí donde está claro quién es Dios y cuánta es su misericordia.

Pedir indica, además, que yo no puedo conseguir algo, y que Dios es más grande que yo. En una palabra, necesito de él. No hay vida que no se haya sentido alguna vez pequeña, necesitada, defraudada o sin expectativas, por no hablar de las vidas que aguantan el dolor, el desprecio, el sufrimiento, el hambre, el odio, la explotación, la guerra, la pobreza, la sed,… Está claro que Dios es siempre más, puede más, quiere más, ama más, perdona más, acoge más. Quizá alguien pudiese prescindir de los otros semejantes, alguien que no necesitase de los demás. Sería muy difícil, pero hay quienes se retiran de la escena, que no quieren saber nada del mundo ni de nadie. Pues bien, de Dios, nadie puede prescindir. Siempre aparece en la vida de todos, aunque sea sólo asomándose.

Pedir supone reconocer la propia limitación, y esto inevitablemente abre la vida a la transcendencia. Quien pide a Dios esperando de él algo que nadie más podría dar es asomarse al abismo que separa a Dios de su pobre criatura. Pero también eso es un milagro, porque reconocer el abismo es calcular lo que se necesita para franquearlo. Sí que se puede, claro que se puede salvar el abismo entre Dios y su criatura. No, no te equivoques, no serás tú quien tengas que hacer el esfuerzo de dar un salto en el vacío para franquear el abismo. Ya lo ha hecho él y se ha acercado a ti.

¡Corazón de Cristo, abismo inmenso de ternura, permítenos descansar en ti!

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