Todo es don
| Lo conocía desde hacía mucho tiempo. Era un gran profesor y toda su vida giraba en enseñar y ayudar a sus pequeños, como él decía. A mí me enorgullecía ser uno de esos pequeños pues con él había aprendido el verdadero valor de las cosas. Sin embargo, desde aquel aciago día del accidente, su espíritu alegre se había transformado por completo. ¡No parecía el mismo hombre! Verse en aquella silla de ruedas sin poder moverse, había hecho de él una persona sin ilusión. Ya no quería ver a nadie, ni siquiera a sus pequeños que venían a visitarlo. “Ya no sirvo ni para enseñar” –afirmaba.
Por aquel entonces, yo ya era un eficiente enfermero, fuerte, grande, atlético… y había aceptado el trabajo para cuidarlo en su casa. Cuando llegué el primer día no me reconoció, hacía ya tiempo que no quería reconocer a nadie. Sus ojos tristes perdían su mirada en el infinito y su voz, cuando dejaba oírse, recordaba el solitario romper de las olas del acantilado. Mi papel estaba claro: hacer recobrar la ilusión por la vida en cualquiera de las situaciones en las que nos encontremos. Así que me puse manos a la obra…
Después de varios días con él, comprendí que mi viejo profesor era un hueso duro de roer. Empecé a recordar sus enseñanzas de tiempos atrás y las puse en práctica, pues nunca un maestro había estado tan acertado en su decir.
Fue entonces cuando llegué a su casa con mi bebé. El hombre no dijo nada, pero observó cuidadosamente como lo lavaba, lo vestía y le daba de comer. Luego lo cogí en brazos y dije en voz alta: “Esta es una de las personas más queridas por Dios, estoy seguro, y por ser una persona tan indefensa, Dios mismo me ha escogido a mí para que cuidara de él”. A continuación cogí a ese gran hombre e hice lo mismo con él: lo lavé, lo vestí y le di de comer. Me miró fijamente sin pronunciar una palabra y en su rostro podía apreciarse la dureza de su tristeza. Se veía como un bebé necesitado de cuidados y del cariño que él mismo se empeñaba en rechazar, pero no veía la alegría que ese ser es capaz de provocar en los demás con el solo don de existir.
Durante días mi esfuerzo por sacarle una sonrisa se había vuelto inútil. Le hablaba del bebé pero ningún gesto hacía pensar que su interior empezara a recordar la alegría de otros tiempos. ¿Me habría reconocido ya a mí, su apreciado estudiante? ¿O seguiría invadido por una nube de auto lamentación?
Siguiendo con mi tarea, se me ocurrió llevarle a los pocos días a mi segundo hijo, un niño ciego de nacimiento pero con una gran luz en su interior. Le expliqué que ese día mi mujer no había podido quedarse con él y que por eso me había atrevido a llevarlo. Cogí al pequeño y lo guié por todos los rincones de la casa para que no tropezara mientras el hombre observaba la escena sin pestañear. Al terminar le comenté al viejo profesor: “Esta es una de las personas más queridas por Dios, estoy seguro de ello, y por su ceguera, Dios mismo me ha escogido a mí para que le guiara en su camino”. A continuación cogí al hombre y lo llevé a dar un paseo empujando y guiando su silla.
Mientras paseábamos por el parque sus ojos comenzaron a brillar. Las lágrimas secas empezaban a indicar que su corazón temblaba de emoción como cuando nos explicaba los misterios de la naturaleza mientras lo escuchábamos embriagados ante ese gran conocedor del mundo. Pero sentirse conducido como un ciego no era un puesto fácil para el que siempre nos había guiado.
No logré arrancarle ni una palabra, así que a los pocos días decidí emplear mi tercer plan. Y este plan no era otro que mi hijo el mayor, un niño grande de corazón pero con muchas dificultades de aprendizaje. Me acerqué al hombre y le dije: “Hoy no he podido cuidar de mi hijo ¿le importaría quedarse con él mientras yo limpio aquí? Es un poco lento para entender y aprender y por eso necesita una ayuda especial”.
Aquel día dejó que mi pequeño comenzase a leerle torpemente. El hombre, al ver su dificultad, no pudo impedir que su espíritu de maestro le incitara a pronunciar las primeras palabras que le había escuchado decir desde que estaba con él. Después me miró y dijo: “tráemelo también mañana”. Y así hice todos los días durante tres meses. Cuando mi hijo empezó a leer con soltura, el viejo profesor esbozó una sonrisa y mirando para el pequeño exclamó:
– “Esta es una de las personas más queridas por Dios, estoy convencido, y por su dificultad, Dios mismo me ha escogido a mí… ¡A MI!… para que le enseñara”.
– Todos tenemos un don especial y el suyo no ha muerto. Sigue ahí, para los demás a pesar de las dificultades –comenté sin poder esconder mi alegría.
– Y desde bien pequeño tú siempre has estado ahí para hacérmelo descubrir –dijo mientras sus ojos sonreían en gratitud mirando al Cielo.