Testimonio de Marial Corona, consagrada de Regnum Christi

Evangelizar

Inmaculada Molina Ager, Dpto. de Juventud de la Conferencia Episcopal Española

No hay mejor forma de evangelizar que dar testimonio de lo que el Señor va tejiendo en la propia vida… Ofrecemos el testimonio de Marial Corona, joven consagrada de Regnum Christi, que profundiza en su experiencia evangelizadora al hilo de su participación durante la semana de evangelización llamada Arde Complutum, en la diócesis de Alcalá.

“La semana de evangelización Arde Complutum supuso para mí una gracia inmensa en todos los sentidos; comprobé de nuevo que cuando una piensa que está dando algo al Señor, termina siendo la primera beneficiada. Para compartir mi experiencia de esta semana usaré algunos pasajes del Evangelio que agrupan lo que viví”.

Llevo muchos años misionando por las calles. Mi experiencia más fuerte de evangelización fue un Viernes Santo, hace tres años, en el que terminé hablando con una niña de 16 años que había tenido una vida bastante dura. En nuestra conversación fue muy claro para mí cómo el Espíritu Santo iba tocando sus heridas y dando consuelo y libertad; este ha sido uno de los momentos más bellos en mi vida consagrada, ese Viernes Santo lo que más deseaba era tener en mis brazos el Cuerpo herido de mi Señor y curar sus heridas y me di cuenta de que al evangelizar tenía a su Cuerpo Místico (en esta niña con quien estaba hablando) en mis brazos y podía ungir sus heridas. Arde Complutum me llevó a profundizar y universalizar esta experiencia.

Al salir por las calles y acercarme a las personas me di cuenta de cuán heridas están y cómo muchos de los que se alejan de Dios y de la Iglesia lo hacen por no poder encajar el sufrimiento en sus vidas. Un sacerdote nos comentó que es importante que las personas sepan que, sea cual sea su situación personal, en la Iglesia tienen un lugar, una familia; primero tienen que experimentarse amados y aceptados, después podrá “comenzar” su conversión, tarea de toda la vida que vivimos también los que estamos “dentro”.

Como misionera, descubrí identidad es más parecida a la de una enfermera, que a la de un conquistador. Leí una frase en Facebook que me pareció muy acertada en este sentido: “la Iglesia es un hospital de pecadores, no un museo de santos”. Estoy orgullosa de ser paciente muchas veces, y enfermera, otras tantas, en este hospital.

Un primer pasaje del Evangelio que refleja mi experiencia de esta semana son las bodas del Hijo del Rey. El Rey después de haber mandado a sus sirvientes a buscar a los invitados y recibir disculpas de su parte por estar ocupados en otros asuntos les dice “‘El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salid a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren’. Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados” (Mt 22, 8-10). Estos versículos describen la percepción que la Iglesia tiene de sí misma haciendo eco a las constantes invitaciones del Santo Padre a salir a las calles. ¿Quién soy yo para decidir a priori quién es digno y quién no de venir a las bodas del Cordero?

Marial Corona

Comparto brevemente tres encuentros que tuve durante las noches de evangelización:

El primero fue con un señor rumano que me dijo que de niño iba a la Iglesia, pero desde que llegó a España hace nueve años no había pisado una. Lo invité a pasar y me dijo que estaba muy mal vestido (shorts, playera sin mangas, chanclas). Antes yo hubiera opinado lo mismo, pero ahora, estando inmersa en tanta gracia, ¿Quién soy yo para decir “aquí no entras”? Pasamos, nos arrodillamos frente a la Eucaristía, presentamos los deseos de nuestro corazón y permanecimos ahí un buen rato.

Después me encontré con un grupo de jóvenes tomando sus cervezas. Uno me dijo que era alcohólico desde los diecisiete años (ahora tiene treinta y seis), y que Dios no lo podía querer porque era un borracho. Me vino a la mente el pasaje “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios” (Mt. 21, 31) y se lo compartí. Abrió mucho los ojos y accedió entrar en la Iglesia. Tomó su velita y me preguntó qué podía escribir en su petición, yo le dije que Nuestro Señor podía darle todo y escribió: “HOLA JESÚS, TE PIDO TODO”. Después se puso de rodillas a unos metros de la custodia. Puse mis manos en sus hombros y comencé a rezar con él y por él, hablando del amor tan grande que Nuestro Señor le tiene y lo feliz que estaba de tenerle cerca. Después de 10 minutos lo dejé y me fui a un banco a seguir rezando por él; cuando lo vi unos minutos más tarde estaba con un sacerdote, en confesión.

Por último, encontré a dos jóvenes chinas que no creían en ningún dios ni practicaban ninguna religión. La Catedral les pareció bastante curiosa y quisieron entrar. Colocaron su vela y su petición frente al Santísimo y ahí, de rodillas, di la catequesis más extensa, y a la vez breve, que he dado en mi vida: “Dios vio que faltaba amor en el mundo y se hizo Hombre para enseñarnos a amar. Nació de una mujer Virgen y vivió con nosotros 33 años.” Escucharon con gran atención y me preguntaron si Dios entendía chino (para escribir en chino su petición), me pidieron permiso para quedarse en la Iglesia. Después de terminar nuestra oración juntas, fueron con un sacerdote para que les diera la bendición.

La dinámica de evangelización que nos presentaron en Arde Complutum está fuertemente impregnada de oración y alabanza. Día a día los misioneros pasamos más tiempo de rodillas frente a Nuestro Señor en la Eucaristía que en las calles evangelizando e incluso, al salir a evangelizar de dos en dos, se nos sugiere que una persona sea quien hable y la otra permanezca rezando por aquel a quien se le está anunciando la Buena Nueva. ¿Por qué? Porque lo que se libra en el corazón de cada persona en el momento de oír hablar de Nuestro Señor y recibir la invitación a entrar en una Iglesia es una batalla espiritual. Es muy probable que la persona encuentre muchísima resistencia en su interior a abrirle las puertas a Jesucristo (o más bien a atravesar la puerta que Él le está abriendo) y esta batalla se gana con la oración. Ya nos decía San Pablo que “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los principados y potestades, contra los soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio” (Ef 6, 12).

Cuando me tocó rezar mientras mi compañera de misión anunciaba la Buena Noticia, me dio la impresión de estar viendo una buena película de acción; en definitiva, sé cómo va a terminar la película (ganarán “los buenos”) pero sentía la adrenalina al ver la “persecución” y preguntarme cómo terminaría esa escena en particular. La evangelización, siendo real y mucho más trascendente, me involucró mucho más que cualquier película y en mi corazón sé que, si Dios ha llamado a la puerta de esa persona y hay tanta oración de por medio, la gracia de Dios no se perderá. Esa persona le pertenece y Él la está reclamando. Pero no sé cómo terminará ese “capítulo” en particular y mi oración, mi sacrificio, mis palabras, son para que la gracia triunfe cuanto antes en la vida de esa persona para que reciba la alegría de volver a casa (cf. Lc 15, 24).

En definitiva, la semana de evangelización fue para mí una experiencia de oración, de misión y de comunión, una experiencia de Iglesia por la que quedo sumamente agradecida, con Dios y con cada uno de los que la hicieron posible”.

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