Renovar la consagración en el Espíritu que ha suscitado la Vida Consagrada (I)
1. La mansa fuerza
“Llega mansa y suavemente, se le experimenta como finísima fragancia, su yugo no puede ser más ligero”, dice la catequesis 16 de Jerusalén, explicando la llegada del Espíritu. El viento del Espíritu sopla donde quiere, es libre y audaz, manso e incisivo, pacífico y transformador, viene, va, trae, lleva, sostiene, fecunda, suscita… Así, de su mano, de su viento, de su aire, de su respiro, de su gracia, surge la vida consagrada en el seno de la Iglesia naciente. Inesperadamente, sorprendentemente rica y variopinta, peregrina en el tiempo en el que se cuaja y al que responde, lenta en su hacerse, trémula por su pequeñez y pobreza, libre por la fidelidad a su Señor, intrépida, hacedora de caminos en lugares impracticables… una ardiente llama surgida del Fuego. El Espíritu ha abierto por ella caminos en la estepa y ha plantado árboles en las dunas del desierto. El Espíritu ha arrastrado a esta multitud ligera de equipaje hasta confines desconocidos como el viento arranca a la rosa de los vientos sus semillas que dócilmente se le alían.
La vida consagrada ha seguido a su Señor muy de cerca, en intimidad y compañía, hasta tener sus mismos sentimientos y dar la vida por su misma causa. Él está presente en estos hombres y mujeres, por gracia del Espíritu porque es Él, el Espíritu, quien los ha suscitado “de en medio del pueblo”. El Espíritu como fuerza que “pone en pie a la Iglesia en medio de las plazas”, “levanta testigos en el pueblo para hablar con palabras como espadas delante de los jueces”. El Espíritu, como Padre amoroso del pobre, ha sembrado el amor en estos corazones “poniendo en vela la esperanza hasta que el Señor vuelva”. El Espíritu se hace en ellos consuelo, descanso, tregua, brisa, gozo, salud, compañía, hospitalidad, misericordia… Así es la paradójica mansedumbre del Espíritu, una mansa fuerza.
Y esta aventura del Espíritu ha sido posible porque Él nos ha hecho conocer a Dios y así hacernos sus testigos. Sólo esta fuerte experiencia de Dios, de experiencia teologal, ha insuflado de fe, esperanza y caridad a la Vida Consagrada hasta convertirla en memoria Jesu. Por la fuerza del Espíritu somos sus Memores y hace de nuestras pobres vidas la Vida de Jesús en medio de los hombres.
2. Parálisis
Si en una mirada retrospectiva nos identificamos en esos comienzos y hoy también vemos actuar al Espíritu engendrando brotes nuevos dentro de la Vida Consagrada, ¿por qué envejece un carisma si está sellado por el Espíritu? ¿Cómo sigue actuando el Espíritu con su fuerza hoy y por qué se debilita? ¿Qué entristece al Espíritu de nuestras comunidades? ¿Cómo actúa en nuestras comunidades la creatividad del Espíritu y su eterna juventud? ¿Cómo actúa el Espíritu con su luz y por qué acaba siendo oscura y anodina nuestra vida? Porque lo cierto es que esta fuerza del Espíritu se puede perder o puede quedar paralizada. La grave experiencia teologal, la fe, la esperanza y el amor, puede desvanecerse o empobrecerse hasta tal punto que la vida deje de ser fecunda, deje de ser un camino de encuentro con el Señor, de experiencia de Dios en la que el hombre llegue a su más genuina humanidad. ¿Cómo puede suceder esto y qué podríamos hacer para remediarlo?
El olvido, es decir la falta de fidelidad y respuesta a ella, la ausencia de una memoria conduce a la muerte porque ciertamente la libertad del hombre puede reprimir o apagar el Espíritu (1Tes 5, 19-22) o puede incluso ser perseguida, marginada o silenciada en nosotros o en los otros (Mt 23, 29-36). Siendo un viento impetuoso, siendo un fuego ardiente, el hombre puede sustraerse de él, retirarse del campo de su influencia. No, esto no sucede en vano, Dios pedirá cuentas a la generación que no estuvo abierta a la acción del Espíritu (Mt 23, 36).
Puede suceder un fenómeno menos radical en la base pero idéntico en el fondo y sobre todo en los resultados: por varias razones, la vida del Espíritu puede quedar paralizada, estancada y resentirse así la vivencia de la fe, de la esperanza y de la caridad. Cuando la experiencia teologal, la experiencia profunda de Dios, queda paralizada la vida se empobrece, se apaga y, sobre todo, se hace infecunda. Sin fuerza de Dios no hay vida. Sin Mí no podéis hacer nada. La presencia inhabitadora de Dios, su presencia en el hombre, su inhabitación misteriosa del hombre, es lo que moviliza la vida. La flexiviliza, la hace sumamente creativa.