Renovar la consagración en el Espíritu que ha suscitado la Vida Consagrada (IV)

Flor

M. Prado

3.- La anámnesis litúrgica

Esta parálisis de la vida del Espíritu provocan un paulatino olvido o una angustiosa nostalgia, dos formas de expresar la desesperanza y el escepticismo que avocan a un nihilismo en el que todo vale porque nada vale ya. El olvido es una manera de defendernos contra el sufrimiento queriéndonos aferrar a un presente sin pasado y, por tanto, sin futuro. El olvido del amor primero que no es aquél de nuestra juventud sino el amor primero, el fundamento sobre el que se puede afirmar una vida, el amor de Dios que ha tenido un plan sobre nosotros y nos ha llamado a él. Olvidar este fundamento y vivir como si no existiera es una forma de ateísmo dentro de la misma Vida Consagrada. La Vida Consagrada pierde la alianza de amor con Dios, pierde el sentido de su consagración, pierde la razón de sus votos. El olvido de este amor que todo lo fundamenta ha dejado sin fundamento la existencia y entonces la Vida Consagrada no es que viva la vocación laical dentro de la consagrada sino que vive la infidelidad a Dios más triste. La misma decepción de la Vida Consagrada puede conducirnos a esta paralización mortal. Es un vacío mortal.

Pero la paralización de la experiencia teologal puede proceder de una nostalgia del pasado que no volverá. No se puede vivir el presente mirando hacia atrás, así queda anulada incluso toda posibilidad de futuro. La nostalgia es la confesión de una pérdida irreparable que revela la ceguera más obtusa que nos impide descubrir el bien que reserva el presente y el horizonte de gracia que a su vez encierra. Vivir en la nostalgia es vivir fuera del Espíritu que nos lo recuerda todo y que está presente en el hoy como lo estuvo en el ayer y que ilumina toda la historia como tiempo de salvación.

La anámnesis litúrgica vuelve al pasado, lo revive en el presente celebrándolo y nos impulsa con fuerza hacia el futuro, es un camino sagrado, verdadero, sanador y liberador. El hombre recupera la vida de la fe y, en ella, la propia vida humana, todos los entresijos quedan iluminados por aquella. La oración central de la Eucaristía es una anámnesis, un recuerdo de la vida de Cristo, de su nacimiento, pasión, muerte, resurrección, ascensión y venida en gloria. A esto se une el recuerdo de la Virgen, de los santos, de los muertos, de los fieles que participan en el rito, esto es, la vida de la Iglesia a través de su larga historia…La anámnesis es un memorial perenne ligado a la persona misma de Cristo. Por esto es una memoria donde no recordamos solos, sino recordamos unidos en el amor de Cristo.

¡La memoria sólo se puede salvar a través del Espíritu Santo! “Vendrá Él y os recordará todo” (Jn 14, 26). Al Espíritu se invoca en la Eucaristía para que esa memoria sea eficaz, tanto por la transformación de los dones como por la transformación de la comunidad en la caridad y en el amor. La memoria es obra del Espíritu que nos introduce en la misma memoria de Dios, somos colaboradores suyos en el designio de salvación, participamos en su obra creadora, redentora, santificadora, a través de una magnífica liturgia en la que nos hacemos sabiamente conscientes de la gracia otorgada y en la cual hacemos viva y eficaz la presencia de Dios en nuestras vidas Dios. Y este Espíritu actúa en la Iglesia en la que actúa manteniendo viva esa memoria, en todo su dinamismo transformador eucarístico y extraeucarístico.

Pan y vino

Esta anámnesis que realiza el hombre en la liturgia tiene un valor más allá del acto puramente personal e íntimo. Se trata de recordar en presencia de quien es el objeto mismo del recuerdo, se trata de recordar a Dios lo que deseamos que él no olvide, nos ponemos delante de él para ser mirados, para estar en su presencia que es como decir estar siempre delante de él, en su memoria. Así en la Liturgia pedimos al Señor:

“Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas;
no te acuerdes de los pecados
ni de las maldades de mi juventud;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor”. Salmo 24.

Necesitamos creer que somos recordados con infinita misericordia por Dios, que pese a todas nuestras desemejanzas el Señor nos reconoce, no aparta su mirada de nosotros y no nos olvida haciendo del olvido un exilio de su Presencia, porque Él nunca cesa de amarnos y por lo tanto siempre estamos presentes -que ese es el recuerdo de Dios- en misericordia y bondad. Esto es lo que afirma al hombre en la existencia, su confianza pese al límite y la certeza de su impotencia y le pone en el camino de la Esperanza. Una sincera conversión a Él es un caída gozosa en su confianza y así no puede concebirse una vuelta a Él, un retorno sincero, sin confianza plena. Confiar en que Él está esperándonos, que su amor no tiene fin, es eterno, que no es mudable, que no se desdice, que no cambia, es una fuerza que atrae a Él, que nos hace ponernos de camino.

Volver a Él gracias a la memoria litúrgica es recuperar la Luz perdida, la esperanza, que se asienta en la memoria, la Vida que disipa las sombras de muerte.
Por lo tanto estamos llamados a hacer liturgia del recuerdo, anámnesis, pues será la memoria litúrgica la que convierta nuestra vida en una historia de amor, con origen, con proyecto y sentido. No basta recordar es preciso hacerlo ante Alguien, por Alguien y con Alguien.

La Palabra de Dios, su perdón y la Eucaristía serán los espacios del Espíritu que hacen de nuestra historia humana una historia divina, que iluminan los pasos del hombre y los dan sentido, destino, los dan luz y fuerza, los conducen de la lejanía y de la infelicidad a la relación con Dios y a la alegría de su Amor. La salvación, la sanación, la redención, la santificación y deificación tienen aquí el lugar de encuentro específico, pleno.

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