La trinchera

| Pedro se había subido al árbol, era su único refugio en la actualidad. Al mismo tiempo le llevaba a su infancia cuando, desde ahí, podía dominar el mundo, conquistar las calles, someter a las personas. Sí, el juego le hacía ser cruel. Tenía maestros en la Historia de la Humanidad que le ayudaban a serlo. Después de su pequeña batalla volvía a la realidad, bajaba del árbol y recorría la calle que su mente acababa de conquistar. Pero la calle seguía igual, sus métodos no habían servido para que los demás bajaran la cabeza a su paso. ¿Qué estaba fallando? Igual necesitaba estudiar más para conquistar esa calle. Al día siguiente volvía al árbol, su polvorín, volvía a fijarse en la calle, en las personas, aplicaba lo leído el día anterior, bajaba y volvía a recorrer la ciudad. Nada cambiaba.
Sin embargo, en su intento de dominio, se esforzó si cabe mucho más en sus estudios. Estudió economía, historia, políticas… y volvió a la calle. Encontró en ella un local para alquilar. Vio su futuro en él, montó su empresa y empezó a ver cómo la calle era vencida sin armas. ¡Ya era suya! La gente se paraba en su escaparate, siempre llamaba la atención sin necesidad de bombas ni estallidos; algunos, incluso, franqueaban la línea enemiga y entraban en la tienda para comprar. Empezaba a ver cómo los dominaba ahora. No tenía que someter al enemigo, este venía a él. Esto le hacía enorgullecerse de su éxito y ser más implacable con sus soldados, es decir, sus empleados. Se volvía a sentir ese general de batallas abrumador. A pesar de su edad, volvía a subirse al árbol como entonces, pero ahora le gustaba ver el cartel luminoso de su empresa, como una bandera izada al viento, vencedora.
Así pasaron los años, con el mismo ritual de antaño. Su mundo era su guerra particular. Y así, día a día, descuidaba a su familia en pos de sus beneficios. Pero llegó el día, sí ese día que parece que a todos nos llega, ese día en el que los que tienen, pierden, y los que no tienen, encuentran por fin su mundo. Es así como los hombres viven, esperando algo mejor o cruzando los dedos para no perderlo. Aquel día Pedro subió al árbol y vio, muy a su pesar, cómo la gente pasaba de largo de su comercio. Nadie se paraba ni siquiera para ver lo que vendía su escaparate. Iban con prisas, sin mirar a nada ni a nadie. Pedro, desde su polvorín, empezó a sentir el mareo de la incertidumbre. Estaba paralizado, no podía moverse. El cuerpo no resistió y lo tiró cuerpo a tierra. Su cabeza imaginaba la destrucción de su calle, las ruinas de los edificios, el cartel luminoso entre los escombros, sin vida. De nada había servido ser el general, de nada haber dominado el mundo. Es suficiente un solo instante para perderlo todo.
Fue necesario mucho tiempo de medicación para hacerle ver que nada de la destrucción que había imaginado había ocurrido, que su guerra particular nunca había sido más que imágenes, que su poder era igual al de todos los humanos. Cierto era que su empresa había tenido un bache, pero más cierto era que solo la confianza en Dios y en su valía podían volver a sacarla a flote.
Volvió a su trinchera, ya no lo veía como polvorín, sino como refugio donde pensar. Pero de esta vez no solo miró la calle, el luminoso, la gente entrando y saliendo de su dominio, sino que esta vez miró al Cielo y confió. Volvió a bajar del árbol, caminó por la calle, saludó con cariño a quien se cruzaba, entró en su tienda y, por primera vez en muchos años, solo se encontró con eso, con su tienda, su pequeña empresa que él había llevado adelante y que debía cuidar para seguir así, pero sin que eso le quitase su espíritu ni a su familia.
Nunca más volvió a subir al árbol como jamás volvió a entrar en guerra consigo mismo.