Evangelizadores con Espíritu

Madrid

Inmaculada Molina Ager, Dpto. de Juventud de la Conferencia Episcopal Española

Estamos aún gustando la belleza de la primera exhortación apostólica del papa Francisco, Evangelii Gaudium (EG). En esta ocasión, se asoma a esta sección de la revista el capítulo quinto, dedicado a los evangelizadores y al impulso misionero necesario en el mundo actual.

El alma, vida y corazón del Evangelizador es el Espíritu. En este sentido, el Santo Padre nos da varias claves para comprender adecuadamente su acción en la misión:

“Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos.” (EG 261).

Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente” (EG 259).

Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una pastoral que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras solo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgar sentido cristiano al compromiso y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La iglesia necesita el pulmón de la oración. Al mismo tiempo, “se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación” (Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte 52). Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad”. (EG 262)

“Nos hace falta una certeza interior y es la convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en vasijas de barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuanta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca” (EG 279).

“Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento”. (EG 280)

Chica con los brazos abiertos

Las palabras del papa Francisco en este quinto capítulo del documento nos impulsan a actitudes muy concretas:

A escuchar al Espíritu Santo sin miedo, con docilidad y confianza. ¿Qué está impidiendo que seamos nosotros, tú y yo, uno de esos evangelizadores llenos de la fuerza del Espíritu Santo?  “La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48) – (EG 264).

2º Los evangelizadores con Espíritu ponen en el centro de la misión tres palabras: vocación, formación y santidad. La nueva evangelización necesita personas movidas por el Espíritu Santo y con un sello de santidad. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras, sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios. En estos momentos, como siempre, es esencial que el primer anuncio vaya unido al testimonio personal (creyentes coherentes y creíbles) y al testimonio comunitario (comunidades coherentes y creíbles).

3º El amor salvífico de Dios es anterior a la obligación moral. Un evangelizador con Espíritu no impone, sino que propone la Verdad. Esto exige al evangelizador cultivar ciertas actitudes que ayuden a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia y una acogida de corazón que no condena. “El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios» (EG 272).

Ninguna motivación será suficiente si no arde en el corazón el fuego del Espíritu. Un evangelizador con Espíritu estará  lleno de Espíritu Santo, y a Él y sólo a Él le dejará el protagonismo.

Acoger a María como Madre de la Evangelización. “Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño (…). Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53). Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización”. (EG 288).

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