Amor y precariedad (III)

, Misionero comboniano
Moisés y Aarón oyen las promesas de Dios y se las creen. Sí, se las creen hasta el punto de exponerse ante el pueblo enfurecido, a quien trasladan las promesas que han escuchado de parte de Dios. Este comunicado no da lugar a dudas de ningún tipo ya que ubican el cumplimiento de lo que Dios les promete en un arco de tiempo más que inmediato: “esta tarde”.
Esta tarde, no mañana ni pasado, o ya veremos qué es lo que pasa, qué es lo que Dios nos responde. Moisés y Aarón son hombres de fe, no juegan a las adivinanzas, no dan largas y evasivas al pueblo hambriento que ya duda de todo. Su forma de dirigirse a los israelitas es toda una proclamación de fe que acompañará siempre, de una forma u otra y a pesar de tantas dudas, el peregrinar del pueblo santo hacia la tierra prometida. Proclamación de fe que brilla en todo su esplendor cuando después de “esta tarde”, añaden: “Sabréis que es Dios quien os ha sacado de Egipto”.
Como acabo de afirmar, Israel apoyará su camino de fe, su experiencia de Dios, a lo largo de su historia en la certificación real de acontecimientos salvíficos que le permiten saber quién es Dios, que está con ellos incluso cuando la tentación, la duda y hasta la ingratitud afloran en su ánimo.
Dios es compasivo, es misericordioso, lo suficiente y mucho más como para comprender los miedos de estos hombres que, después de décadas de años sufriendo penalidades en Egipto, tiemblan ante el desamparo que sienten en el desierto. La misma compasión y misericordia que tiene con nuestras rebeldías y miedos, en este nuestro mundo de hoy en el que los cantos seductores de sirenas resuenan sin cesar y a millares en nuestra existencia tan sometida a incertidumbres.
Así como Dios se inclina ante Israel una y otra vez para sacarles de los atolladeros en los que se han metido empujados por sus miedos, asimismo y con el mismo amor, compasión y solicitud, se inclina ante los nuestros, los que mellan nuestra existencia. Así como las intervenciones de Dios con Israel gestan memoriales de fe, -recordemos el “y sabréis que Yo estoy con vosotros”- también nosotros estamos llamados a hacer las mismas experiencias, a entrar en posesión de los mismos memoriales.
Por supuesto que parece lógico y hasta lícito que alguien se pueda sentir en situación de desventaja con respecto a Israel argumentando que Dios intervino a su favor en múltiples ocasiones, y además con hechos y acontecimientos verificables que les permitieron palpar a su Dios; argumento que cobra más fuerza si tenemos en cuenta no sólo los prodigios del desierto, sino los que jalonan toda su historia. Recordemos, por ejemplo, a los israelitas que volvieron desde el exilio de Babilonia a Jerusalén. Se repite existencialmente en el seno del pueblo el “entonces sabréis” que habían oído sus antepasados: “Así dice el Señor Yahveh: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel… Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, vuestro Dios, lo digo y lo hago” (Ez 37,12-14).
Ellos supieron, fueron testigos oculares. De acuerdo, ¿y nosotros? Pues nosotros que vivimos en la plenitud de los tiempos a causa de la Venida del Hijo de Dios (Gá 4,4), tenemos abiertas las puertas a la fe viva, adulta, la que engendra el amor perfecto. El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha abierto nuestro espíritu al Dios vivo. Jesús, Sabiduría de Dios, como proclama Pablo (1Co 1,24b), se nos ha hecho cercano, tan cercano que el mismo apóstol confiesa: “Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).
Por medio de su Evangelio podemos experimentar que la Palabra de Dios no es ningún código de conducta o de perfección moral. Sabemos que las palabras del Hijo de Dios, su Evangelio, son, como Él mismo proclamó: “Espíritu y vida” (Jn 63b). Es por ello que en la medida que nuestra alma aprende de la mano de su Maestro (Mt 23,8) a saborear sus palabras, comprenderemos, al igual que Pedro, que ya no hay vuelta atrás si es que realmente amamos la Vida: “Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).